Las dos primeras columnas de esta serie exploraron el significado y el valor del orden internacional liberal, los desafíos que enfrenta y la necesidad de un liderazgo duradero de Estados Unidos para que pueda sobrevivir. Sin embargo, mantener ese liderazgo requiere apoyo político en el país, y ese apoyo parece debilitarse, y cada vez más en la actualidad. Entonces, ¿cómo deberían proceder los líderes estadounidenses para reconstruir el consenso interno que es necesario para mantener un orden global bajo presión?
Aunque EE.UU. lo ha estado haciendo durante décadas, la tarea de defender el orden liberal nunca ha sido fácil de vender al pueblo estadounidense. Esto no es solo porque el "orden internacional liberal" es un término que, aunque amado por los académicos y expertos en política, difícilmente resuena en el votante promedio.
También es porque defender el orden liberal ha requerido hacer esfuerzos extraordinarios: defender países lejanos, patrullar fronteras lejanas, catalizar acciones colectivas sobre innumerables desafíos diplomáticos y económicos. Significa aceptar la idea de que EE.UU. harán propios los problemas del mundo. Eso es mucho pedir a cualquier país, particularmente uno geográficamente afortunado y naturalmente seguro como EE.UU.
Históricamente, el consenso nacional en el apoyo del internacionalismo de EE.UU. ha sido respaldado por un banquillo de tres patas: miedo, esperanza y liderazgo político. Durante gran parte de la era de la posguerra, el recuerdo de los traumas que había sufrido EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial –la última vez que el orden internacional colapsó– y la omnipresente amenaza de un enemigo soviético totalitario convencieron a los estadounidenses, en general, de que los costos mundiales del compromiso global eran, en última instancia, menores que los costos de la retirada geopolítica.
Sin embargo, el miedo siempre se complementó con la esperanza. Había un sentimiento compartido de que EE.UU. estaba emprendiendo una gran misión para reivindicar los valores democráticos y mejorar el destino de la humanidad. Esta aspiración de no solo vivir en el mundo, sino fundamentalmente transformarlo, se remonta a la fundación de la República. Más tarde, ayudó a inspirar el Plan Marshall, la creación de alianzas que unieron a EE.UU. con sus democracias hermanas, la promoción de los derechos humanos y los valores políticos liberales, y otros elementos clave del proyecto de construcción del orden emprendido por Washington.
De manera crucial, el apoyo interno para ese proyecto también fue producto de un liderazgo político decidido por parte de las élites estadounidenses. Desde los primeros días de la posguerra, las autoridades estadounidenses comprendieron que todavía había fuertes tendencias aislacionistas en el cuerpo político. Entonces emprendieron una campaña de educación pública de varias décadas sobre los imperativos de la participación global.
Presentaron imágenes vívidas, y a veces exageradas, de las amenazas que representaba Moscú y otros actores malvados, y argumentaron que la configuración del mundo era fundamental para el propio bienestar de EE.UU. "Asumimos la responsabilidad que Dios Todopoderoso planeaba", explicó Harry Truman en 1949, "para el bienestar del mundo en las generaciones venideras".
Durante décadas posteriores, prácticamente todos los presidentes, incluso los que asumieron el cargo predicando una retracción, llegaron a considerar que era su responsabilidad movilizar a los estadounidenses para la causa de la construcción y preservación del orden liberal.
Hoy en día, sin embargo, las tres patas del banquillo se han debilitado. El final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética dificultaron la obtención de apoyo sobre la base del miedo. Los ataques del 11 de septiembre brindaron, por un breve tiempo, otro recordatorio de que aún había serios peligros en el mundo, pero el estímulo se disipó en medio de largas e insatisfactorias guerras en Iraq y Afganistán. Esas guerras también dañaron la pata de la "esperanza" del banquillo, lo que llevó a una creciente percepción de que la enérgica diplomacia de EE.UU. tenía las mismas probabilidades de arruinar al mundo como de hacerlo mejor. Combinado con el impacto de la gran recesión y sus secuelas, llevaron a muchos estadounidenses a concluir que EE.UU. debería concentrarse, como dijo el presidente Obama, en la consolidación nacional en el país en lugar de la consolidación nacional en el exterior.
El colapso de la "pata" de liderazgo político del banquillo ha sido aún más espectacular. Barack Obama, a pesar de todas sus virtudes, siempre manifestó una cierta ambivalencia sobre el papel global expansivo de EE.UU. Donald Trump ha adoptado una visión mucho más aguda. Él retrata el orden liberal como la causa de muchos de los problemas de la nación; ha insistido en las cosas en que EE.UU. se ha equivocado en el mundo en lugar de las cosas que se han hecho bien. El presidente de EE.UU. ya no es el principal defensor del orden liberal; es su principal crítico.
Es cierto que las encuestas de opinión pública muestran que los puntos de vista de los estadounidenses sobre las alianzas, el comercio y otras iniciativas internacionales no han cambiado notablemente durante el mandato de Trump. Pero el presidente tiene el megáfono más fuerte del mundo, y cuanto más se lance contra ese orden y el papel de EE.UU. en sostenerlo, más débil se volverá el apoyo interno para ese esfuerzo.
Entonces, ¿cómo podría una cohorte de líderes estadounidenses post-Trump reconstruir el apoyo para una defensa robusta del orden liberal? Requerirá fortalecer las tres patas del banquillo.
Para empezar, debe haber una campaña de educación pública sobre los crecientes peligros para la seguridad de EE.UU. y el mundo que la nación ha ayudado a construir. En realidad, no se trata de centrarse en amenazas como el Estado Islámico, Corea del Norte e Irán, por muy preocupantes que sean. Por el contrario, debe centrarse en las amenazas planteadas por las grandes potencias autoritarias: Rusia y, especialmente, China.
Aunque la base de poder de Rusia es limitada, ha mostrado una propensión a usar la violencia para alterar el orden liberal en Europa, y ha demostrado una capacidad para sembrar inestabilidad política en EE.UU. y otros países occidentales. China es un régimen totalitario que, en última instancia, podría resultar tan poderoso y amenazante como la Unión Soviética durante la Guerra Fría, y ya ha proclamado su intención de competir con EE.UU. por el liderazgo mundial. Los estadounidenses deben comprender que, si estos países logran remodelar las cosas a su gusto, el mundo será menos pacífico, menos democrático y menos compatible con la seguridad y el bienestar de EE.UU.
Igualmente importante será redescubrir narrativas positivas y esperanzadoras. Esto no significa encubrir la historia de política exterior de EE.UU. ni ocultar bajo la alfombra los diversos errores y fechorías de la nación. Sin embargo, si la autocrítica es admirable, lo que es más importante hoy es recordar a los estadounidenses los grandes éxitos que EE.UU. ha tenido en la construcción de un mundo mejor: uno que ha visto los valores democráticos diseminados por todas partes, innumerables personas que han salido de la pobreza y el período más largo de paz de una gran potencia en la era moderna, porque eso será fundamental para motivarlos para la tarea de defender el orden internacional hoy.
Finalmente, todos estos esfuerzos deben contar con un liderazgo fuerte y explícito de los líderes. Las autoridades estadounidenses deben explicar, en lenguaje cotidiano, por qué el orden liberal vale el sacrificio estadounidense. Deben explicar cuáles serían las consecuencias de su colapso. Esta no es una tarea imposible: la cuestión de si se preservará el orden liberal es, en última instancia, una cuestión de si un mundo en el cual el propio EE.UU. ha prosperado perdurará o perecerá.
Pero si el presidente estadounidense no defiende ese argumento, no podemos esperar que los estadounidenses lo hagan por su cuenta.