En su Diccionario filosófico, el pensador francés André Comte-Sponville define la codicia como “amor exagerado por el dinero, especialmente por el que no se tiene todavía”. Si se reemplaza (momentáneamente) la palabra dinero por el vocablo “poder”, la definición podría aplicarse a las patéticas y deplorables comedietas que vienen representando los aspirantes a candidatos de una y otra coalición en estos meses preelectorales, y que tuvieron su más lastimosa expresión esta semana en el PRO. Cegado por su ambición presidencialista, el jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires repite un inconvincente, desangelado y abstracto discurso antigrieta mientras con sus actitudes va perdiendo aliados y cosechando enemigos. Lo que es peor para él, los pierde dentro de su propia coalición. Aún no se subió al auto que ambiciona conducir, pero ya lo abolló seriamente.
Es adjudicarle demasiada grandeza trágica a la miserable pequeñez de la política local interpretar como parricidio la rebelión en la granja protagonizada por Rodríguez Larreta contra Macri, con Lousteau y el primo Jorge como secundarios. Los personajes no dan para el teatro griego ni para el isabelino. Se trata apenas de una muestra más del desprecio de la clase política actual por las necesidades, las prioridades y las urgencias de una ciudadanía huérfana de liderazgos y, como consecuencia, de visiones orientadoras, además de harta, en un alto porcentaje que seguramente reflejarán las urnas, del maltrato, del uso, de la mentira y la manipulación. Por donde se mire, sea oficialismo u oposición, lo que se encuentra es tan desesperanzador como indignante. Una comparsa de personajes de espaldas a la realidad, casi burlándose de ella. Una inflación que supera el 100%, una pobreza que llega al 40%, una inseguridad que se traduce en vidas y bienes que se pierden día a día de manera hemorrágica. Quienes pueden se van y los que no pueden (la inmensa mayoría de los argentinos) se enfrentan a una vida más indigna cada vez. Indignidad que crece y se expande comenzando por la punta de la pirámide (la presidencia de la nación) y siguiendo por cada uno de los estamentos del escenario político, casi sin distinción de protagonistas, roles, funciones y escudería.
Las transas, trenzas, zancadillas y puñaladas que están a la orden del día en cada campamento, en todos los casos con ausencia de pudor, de responsabilidad y de respeto por los padecimientos de la sociedad, vacían de sentido y pervierten la política como arte de la articulación de intereses y necesidades diversas en función del bien común. Se entiende precisamente por bien común ese espacio en el que cada uno aporta lo mejor de sí y también resigna o posterga de sí en honor de un propósito colectivo. Nada que entiendan los protagonistas de las farsas que se representan en la política nacional, inundada por ambiciones espurias, tanto personales como sectoriales. En el Diccionario de Comte-Sponville citado previamente, el filósofo se refiere a la ambición como “un gusto inmoderado por los éxitos venideros”. Para realizarse, añade, deben conseguir los medios imprescindibles. Lanzado hacia la consecución de su objetivo, suele ocurrir frecuentemente que el ambicioso convierta esos medios en fines. Cuando ocurre así, el fin termina justificando todo, incluso lo peor, lo más bajo y repudiable. Acaso por eso Comte-Sponville previene de las que llama “ambiciones sórdidas” (el dinero, el poder) y aconseja: “Ambiciona curarte de la ambición”.
Como están las cosas, a cuatro meses de las elecciones primarias y a seis de las generales, los lastimosos episodios, declaraciones y actitudes de los involucrados en el juego de las candidaturas, lejos de ofrecer alternativas que enciendan luces al final del interminable túnel de la decadencia nacional, solo parecen aclarar una cuestión: a quiénes no votar. La lista de los que hacen mérito para ello se alarga a cada momento. El problema para el ciudadano consciente y responsable adviene cuando descubre que no hay respuesta cuando se pregunta entonces qué.
*Escritor y periodista.