A medida que transcurren los días, el gobierno presidido por Mauricio Macri va impregnando al país con su impronta. Son muchos quienes ven, detrás de este gobierno, una Argentina más suelta, en la que se respira un aire de libertades públicas, de diversidad de voces, de apertura al mundo. El reclamo kirchnerista de persecución política a sus dirigentes o a sus militantes no resulta creíble a una gran parte de la sociedad. Pero la Argentina política de hoy presenta otra cara: junto a ese aspecto del país que parece un bálsamo –incluso envidiado por otros países del mundo, donde la vida se va pareciendo poco a poco a un infierno–, convive otra Argentina muy parecida a sí misma en su dificultad para registrar con realismo la naturaleza de sus problemas, en la confianza desmedida en que el gobierno de turno puede ser la fuente de todas las soluciones hasta que –tarde o temprano– pasa a ser el compendio de todos los males. Esta última es una Argentina que no aprende de sus errores; no aprende a aprender, podría decirse, no dispone de las herramientas adecuadas para superar problemas y abrir nuevos escenarios. Esa es una visión del Gobierno y de la situación del país muy difundida en estos días.
Dentro de esa visión de las cosas, la Argentina que no aprende explicaría las actuales falencias políticas del gobierno nacional. La percepción que se tiene del Gobierno se parece más a un gabinete de expertos sin experiencia política que a un gobierno de políticos –y a eso, suele agregarse, con un enfoque comunicacional limitado–. El Gobierno se ve llevado entonces a innecesarias situaciones problemáticas y a entrar en callejones sin salida que lo van desgastando políticamente. Los diagnósticos técnicos no conmueven a casi nadie. Los desacuerdos aparecen ante decisiones que se estarían tomando sin tener debidamente en cuenta el trasfondo político de las reacciones y las demandas de distintos sectores sociales. En pocas palabras, el Gobierno parece aplazado en política. Esa asignatura queda pendiente para el segundo semestre; pero los tiempos se acortan y el plazo para rendirla podría ser más breve de lo que surge de los calendarios electorales. Esa perspectiva excita a muchos opositores e inquieta a muchos seguidores del Gobierno.
Por atractiva que resulte esa manera de ver las cosas, es previsible su culminación en un círculo vicioso: si todo acaba saliendo bien, ha habido un éxito político –y, de hecho, la política efectivamente premiará al gobernante en el recuento de los votos–; si las cosas no andan bien, el fracaso es o bien atribuido al diagnóstico o bien imputado a la implementación política. Es bueno recordar, de esta película ya vista, el tramo que va de 1999 a 2001: el fracaso final del gobierno de De la Rúa fue atribuido en gran medida a no haber sabido salir de la convertibilidad; pero lo cierto es que una enorme mayoría de los argentinos defendía la convertibilidad y valoraba en alto grado la estabilidad cambiaria.
Mix. Es posible que lo que está ocurriendo ahora sea una combinación de esas cosas. El precio del gas –para tomar un gran tema del momento– en la Argentina es, objetivamente, disparatadamente bajo. En ese diagnóstico hay consenso. Actualizar las tarifas en forma abrupta es, obviamente, políticamente difícil: los consumidores no pueden, o no quieren, pagar, y se resisten; el clima político se enrarece y los dirigentes –los sectoriales y los de la política– buscan réditos políticos apoyando las protestas o se inquietan haciendo cálculos sobre su futuro cercano y reaccionan en consecuencia. El Presidente pide “vivir con la verdad” por dolorosa que sea; obviamente, su verdad no es la de quienes tienen que hacer frente a aumentos súbitos de sus costos de vida. Por otro lado, la escasa gravitación de los partidos políticos sobre la población es también un dato de la realidad; como el Gobierno no siente la necesidad de respaldarse en los partidos y de consensuar sus decisiones con sus aliados, la única herramienta que parece tener a mano para dar respuesta al malestar social es su estilo de comunicación, que está siendo tensado al límite. En esas respuestas, al Gobierno se lo ve balbuceante, inseguro y limitado. De ahí a la conclusión “este gobierno carece de capacidad para gobernar” no hay más que un paso. Esa es, en definitiva, la debilidad política del Gobierno.
Contraposición. Entre tanto, los precios suben –entre otras cosas, porque aumentos como los de las tarifas del gas, aunque estén temporariamente reprimidos, generan expectativas inflacionarias– y la devaluación del peso, del orden de magnitud del 50%, fogoneó la inflación. Aquí es difícil demarcar el lado técnico del lado político de las decisiones. Desde hace no menos de setenta años, la Argentina está sometida a expectativas contrapuestas en materia de tipo de cambio. Muchos sectores productivos claman por un peso devaluado; frente a eso, gran parte de la población es hipersensible a un peso débil y, en los hechos, el nivel general de precios se acomoda rápidamente al tipo de cambio. Para el argentino de la calle, un tipo de cambio “competitivo” equivale a un menor poder adquisitivo de sus ingresos; más que en otros países, aquí devaluación es igual a suba de precios. En términos macroeconómicos, el balance entre esas demandas contrapuestas es complejo; traducidas a votos, los industriales pierden, mientras los gobiernos que sostienen el tipo de cambio ganan. El actual gobierno comenzó su ciclo con una corrección devaluatoria; ahora, adicionalmente, reclama a los productores que refrenen la suba de precios, como si hacerlo fuese un mero asunto de buena voluntad.
Se tiene la impresión de que el problema no tiene una solución única; finalmente, es una decisión política, elegir o no el camino de la estabilidad.
Tal vez el Gobierno siga apostando a su opción política inicial: confiar en sus propias fuerzas y en el respaldo de una sociedad abierta, eludir toda enunciación de planes y estrategias. O tal vez estemos en medio del pasaje a otro enfoque: más política en la gestión. Con el riesgo de que eso se traduzca en algo así como: más de la misma Argentina que conocemos.