La “interna” entre Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner se extiende a todos los niveles del gobierno nacional y obtiene dos resultados paralelos: la parálisis total de la administración y el rechazo creciente de gran parte de la sociedad.
Perdidos en la niebla. El conflicto entre los kirchneristas y no kirchneristas (un conglomerado inorgánico y variopinto, que incluye algunos pocos albertistas) prácticamente se lanza en el minuto uno de la jura del Presidente. El triunfo electoral del 27 de octubre de 2019 fue considerado por Cristina Kirchner como una reivindicación de sus gestiones, y desde el día uno la conformación del primer gabinete no satisfizo sus expectativas. Todo comienza con este “lost in translation”. En aquella elección se votó contra la gestión de Mauricio Macri y todo lo que ello significó en términos materiales y simbólicos: aumentos astronómicos de los servicios públicos, alta inflación, devaluación y retorno del FMI. La interpretación de Alberto Fernández es levemente diferente: “Es cierto, aportaste buena parte de los votos, pero me viniste a buscar a mí para ganar”.
En la medida que avanza la disputa se va deteriorando el capital político de todos los integrantes del Frente de Todos, y hace más trabajoso realizar el mil veces anunciado relanzamiento del Gobierno, ya que, para utilizar la jerga de la propia política, se ha convertido en una “máquina de picar carne”. El mejor ejemplo es el de Juan Manzur. Dejó la gobernación para tener un lucimiento nacional que lo posicionara como presidenciable en 2023 y a la vez darle “volumen político” al gabinete (expresión que pasó al arcón de las bromas políticas). Hoy su imagen no solo se ha devaluado, se ha transformado en invisible ya que no tiene conducción real sobre ningún ministro, a pesar del título de su cargo. Incluso a poco tiempo de asumir Manzur, Fernández nombró a Gabriela Cerruti “vocera presidencial”, que tiene contacto diario con periodistas y se da el lujo de decir el muy estadounidense “sin comentarios” frente a alguna pregunta incómoda. Algo parecido pasa con Aníbal Fernández, que se posicionó como ministeriable desde el día cero, con su aceitada verborragia y argumentación filosa, y hoy flota nada menos que en el Ministerio de Seguridad de la Nación.
¿Cómo seguir? Dentro de los miles de rumores que circulan hay una coincidencia en que el ciclo de Martín Guzmán se ha agotado. Para bien o para mal, cumplió con la tarea que venía a realizar: el ordenamiento de la deuda pública del Estado tanto con los acreedores privados como con los multilaterales, pero se quedó sin partitura para tocar la música necesaria que requiere el acuerdo con el FMI con una economía en terapia intensiva: la inflación que, anualizada, ya supera el cien por ciento. Sin embargo, frente a las demandas de rendición del kirchnerismo duro, Alberto lo sostiene y lo empoderó por diez minutos para declarar en C5N que “gestionaremos con gente alineada con el programa económico” sin que llegara ni por mesa de entradas una sola renuncia.
El motivo central por el que el plan de relanzamiento se demora infructuosamente es que el Presidente no puede dar garantías de nada, ni por los demás ni por él mismo. Nadie puede garantizar que al lado de un nuevo ministro no aparezca un ministro B con similares misiones y funciones. Además, tampoco tiene la fuerza política para cesar a nadie. Qué pasaría si pone un decreto cesando a algún encumbrado secretario y este se resistiera planteando que pertenece a otra fracción del Frente de Todos. La duda generalizada es la única certidumbre cuando los actores políticos, ajenos a los dramas de las clases populares, comienzan a vislumbrar 2023 sin que 2022 esté mínimamente resuelto, lo cual impone la reevaluación de los planes, como quedó claro en una encuesta que circuló en los últimos días donde se preguntaba a quién preferiría como presidente en caso de que hubiera una asamblea legislativa.
Cambiar o morir
Cristina, en su presentación en la apertura de la decimocuarta sesión plenaria de Eurolat, planteó con un tono de ironía que “el capitalismo se ha demostrado como el sistema más eficiente y eficaz para la producción de bienes y servicios que necesita la humanidad”. Sin embargo, no observa que el capitalismo tiene ciertas reglas que remiten a su corazón: la acumulación. Justamente, la lógica del capitalismo argentino intervenido desde el Estado impide la acumulación. Por eso, incluso Sergio Massa, que podría ser el puente para reorganizar el Gobierno en términos de superar la acefalía virtual, observa que para un verdadero relanzamiento se tendría que dar un cambio brusco de timón de la economía frentetodista: realineamiento internacional, menos estatismo y más juego de mercado. Esta idea trabajaría en dos frentes: reorganizaría a los actores económicos que se han adaptado a la situación cuasi hiperinflacionaria actual y presentaría batalla a los sectores que por derecha proponen otro camino para el país y que no casualmente encabezan todas las encuestas. Y ese es el segundo punto a considerar, la lucha al interior de la fórmula presidencial de 2019 encuentra a una sociedad que mayoritariamente le da la espalda: ya no espera nada del gobierno actual más que el tiempo pase. Ya no es desencanto, sino una rara mezcla de furia e indiferencia. Esto lleva a que los discursos más radicalizados sean los más atractivos. La diatriba encendida y la rabia anticasta calzan perfectamente en la actual coyuntura. Luego, será demasiado tarde para lágrimas.
*Sociólogo (@cfdeangelis).