No es la primera vez que sucede y no hay por qué pensar que será la última. Tampoco puede asegurarse que se presenta en el imaginario social como frase hecha, como un sobreentendido, como algo que remite a sentimientos negativos, desde una simple antipatía hasta una condena a aislamiento o rechazo. Nadie dice “y después de lo que me hizo lo tiré a la basura”, y dice en cambio frases más pintorescas, “lo mandé al diablo” (hace mucho y entre los más jóvenes “lo mandé a freír churros”) o a lo mismo pero un poco más groseramente. Y acerca de eso sostiene el señor Sebastián de Covarrubias allá por el año 1611 que la palabra exacta es vasura, así, con ve corta, que viene del verbo (lat.) verro-verris, que significa barrer, quitar el polvo, la suciedad, lo que molesta.
Que un prójimo moleste a alguien no es extraño ni condenable. Que alguien sienta que el hijo que acaba de dar a luz es suciedad, polvo, molestia, basura, es, ayúdeme usted estimado señor porque a mí no se me ocurre qué decir. ¿Qué es, a ver? Y no, una sustitución de una palabra por otra no me basta: cualquier sinónimo me va a resultar inocuo, estúpido, translúcido, absolutamente inútil. Y es que detrás del hijo que molesta, del que hay que deshacerse, hay demasiado mundo, demasiada vida, demasiadas palabras, demasiadas horas transcurridas en un cerco asfixiante de solemnidades vacías, pretextos sostenidos a fuerza de repetir una vez y otra vez y mil veces lo que ya no es posible aceptar aunque se lo vea y se lo sienta surgido de lo más hondo, eso que por comodidad del alma se llama ceguera. Ceguera ante dedos minúsculos cerrándose en un puño minúsculo, carne tibia que hubiera perdido todo su calor de no ser por una mujer vestida de azul que vio un movimiento donde no debería haber habido más que eso que se barre porque molesta.
Ayúdeme usted, querida señora, y dígame qué es lo que se siente, perdón, que es lo que no debería sentirse cuando se cierra una bolsa en la que algo se mueve y se la deposita en el contenedor de basura. ¿Satisfacción? Ah, no, el latido silencioso de lo que ha de descomponerse en polvo me impide aceptar eso. ¿Alivio? Tampoco. Es más tolerable pero aun así algo me mueve a impugnar esa forma de avenirse a una realidad defectuosa, maleable, conveniente en el peor sentido de la palabra.
La enfermedad, sí, lo sé, es multifacética, es camaleónica, puede adoptar miles de formas, miles de colores y de olores y de espesores.
¿Cómo se pelea contra un mundo en el que se está eliminando la mitad de la vida, una vida aún ausente pero que posee una enorme, desmesurada, presencia que ya en ese instante tiene su lugar en el vasto silencio del, no me animo a decirlo pero ahí va: en el vasto silencio del amor? ¿Hasta qué recónditos agujeros negros hay que llegar para eso? Ayúdeme usted, por favor.