Populismo: una cura que reinventa su enfermedad.
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De animales a dioses es el libro de moda entre intelectuales. El autor, Yuval Noah Harari, profesor de la Universidad de Jerusalén, es un especialista en procesos macrohistóricos. Su “breve historia de la humanidad” debería ser de lectura obligatoria para políticos porque permite comprender las invisibles interrelaciones simbólicas entre causas y consecuencias sociales.
En el caso de Macri y la Argentina, la macrohistoria consistiría en comprender por qué nuestro país, tras décadas de fracasos, llega empobrecido al bicentenario de su independencia siendo uno de los más beneficiados en recursos naturales y talento humano.
Para Harari, la humanidad comenzó con el fuego, el advenimiento de la cocción le posibilitó al homo dedicar menos tiempo a comer. Mientras los gorilas invertían cinco horas diarias en masticar alimentos crudos, sólo una hora diaria bastaba para los alimentos cocidos, permitiendo que se acortara el tracto intestinal humano. Y como los dos grandes consumidores de energía del cuerpo son el intestino y el cerebro, esto generó el crecimiento del cerebro. “Así como un gobierno reduce el presupuesto de defensa para aumentar el de educación –escribió Harari–, los humanos desviaron energía de los bíceps a las neuronas”. Ese cerebro mayor le dio al Homo sapiens el don de crear ficciones (relatos), algo que los otros homos que habitaban el planeta –los erectus, los fornidos neandertales– no pudieron. ¿Por qué los relatos son tan importantes? Porque son el “pegamento mítico” que permite unirse y cooperar. Toda nación, religión, ideología, toda forma de pertenencia está construida sobre la base de una ficción, una narración en la que sólo puede creer la abstracción humana.
“Las hormigas y las abejas también pueden trabajar juntas en gran número, pero lo hacen de manera muy rígida y con parientes cercanos. Los lobos y los chimpancés –continúa Harari– cooperan de manera mucho más flexible que las hormigas pero sólo pueden hacerlo en pequeño número de individuos que se conocen íntimamente. Los sapiens pueden colaborar de manera extremadamente flexible con un número incontable de extraños”. El mayor grupo de chimpancés es de 50 individuos, los neandertales llegaban a poder coordinar su cooperación hasta un número de 150, la cantidad máxima a partir de la cual las relaciones de intimidad se hacen imposibles. El Homo sapiens cruzó ese umbral crítico fundando ciudades e imperios que gobernaron a cientos de millones de personas gracias a la aparición de la ficción, porque “un gran número de extraños puede cooperar con éxito si cree en mitos comunes”.
Macri, tan poco afecto a los relatos, podría tener su momento de eureka al pensar en Boca. Es cierto que él nunca apeló al ethos boquense y la fuerza de la camiseta sobre los jugadores, sino a contratar al mejor técnico y a los mejores jugadores, pero la pertenencia que une a los boquenses también es una ficción.
Harari sostiene que todas las naciones se aglutinan detrás de un relato fundante pero también las empresas (personas jurídicas), el dólar, las marcas o la Iglesia y todas las cosas que tienen vida propia como si existieran en realidad, al igual que los árboles y los ríos. Esas construcciones de nuestra capacidad de imaginar son la clave del progreso humano.
Otra de las grandes ventajas que tiene la capacidad de crear y creer mitos es la rapidez para el cambio. Harari explica que, en la medida en que los leones se hacían más mortíferos, “las gacelas evolucionaron para correr más de prisa y los rinocerontes para tener más mal genio”. Pero en todos los animales del planeta –excepto el Homo sapiens– la evolución siempre fue biológica, tras siglos y siglos de darwinismo. En cambio, los seres humanos son capaces de cambiar su comportamiento y transmitirlo a las nuevas generaciones sin necesidad de que exista un cambio genético o del ambiente. “Como la cooperación humana a gran escala se basa en mitos, la manera en que la gente pueda cooperar puede ser alterada si cambian los mitos, contando narraciones diferentes”.
Pongamos un ejemplo actual y palpable. Desde Cambiemos se insiste en que el modelo reside en sustituir un motor del crecimiento basado en el consumo por otro basado en la inversión. La inversión es el nuevo protagonista del relato. Siguiendo esa lógica, el aumento del salario de la gente vendrá por su aumento de productividad gracias a la inversión, haciendo que “allí donde hay una calculadora haya una computadora, allí donde hay una pala haya una excavadora, o allí donde hay un hacha haya una motosierra”. Pero no menciona la motivación de la gente. La mayoría de los empleos son de servicios (como pronosticó el siglo pasado el célebre John Maynard Keynes), donde los aumentos de productividad por inversión son menos relevantes que en otros.
Pero aún en aquellos empleos capital intensivos, si los sindicatos siguieran interpretando que el aumento de productividad es una trampa para enriquecer a los capitalistas, el incremento productivo que el mayor aporte de capital pudiera producir se diluiría en menores horas de trabajo reales. En Rosario están prohibiendo abrir los supermercados los domingos, justo los días que la mayor cantidad de personas quiere ir a comprar.
El sindicalismo argentino y la Justicia especializada en lo laboral –ambos surgidos del relato peronista– fueron útiles para mejorar la calidad de vida de los argentinos entre 1940 y 1970, pero no comprendieron la globalización y los avances tecnológicos, haciendo que la muy superior calidad de vida que obtenía con su sueldo un obrero argentino frente al resto de los latinoamericanos hoy sea igual y a veces inferior.
Sin desandar la visión conspirativa mutua entre capital y trabajo, ni con la inversión ni con el consumo (ninguno es excluyente del otro) se alcanzará un progreso sostenido. Hace falta crear otro “pegamento mítico” que nos ponga a todos a trabajar juntos.