Conocí a Borges cuando él tenía 53 años (y yo 23). Mi pueblo (Berisso) me encomendó invitarlo a dar una charla. Abrumado por lo que sentía “tamaña” misión llegué a la calle México donde él dirigía la Biblioteca Nacional y solicité verlo.
Me escuchó y sin ánimo de broma, dudó:
--¿Berisso?¿Ese pueblo existe?
Ofrecí pruebas verbales y aceptó. Fue sábado glorioso aquel de septiembre de 1953 en que lo esperé en La Plata. Borges todavía veía y descendió ágil del tren. Traía del brazo un junco de altos remos: a Cecilia Ingenieros, bailarina (un pre boceto de Pina Bauch) que lo asistía como amante o secretaria o chaperona o lo que fuera. Ambos reían jugando con frases crípticas que a mi (muy verde aun) me sonaban a sánscrito.
Me tocó presentarlo (primera vez que me exponía en público) y lo pasé canutas. Mi timidez se puso densa: perdí el papel, derrapé, y tras titubear con sus datos biográficos escapé de ese patíbulo con un:
-...y con ustedes, … Borges...Borges...”
En este tartamudeó me paralicé. Fue un medio minuto sin zafar de estos puntos suspensivos hasta que algún dios del habla me tiró una cuerda y expulsé un ex abrupto
--…y con ustedes Borges… ¡el palabrista!
Fue así como debuté con Borges al que traté luego como cronista y lector. Pero ¿qué es “tratar” a un genio? Despejo equívocos. Ni fui su amigo ni experto en su obra. Solo un adicto entusiasta y un lazarillo de ocasión. Un espía en sus viajes y un ladrón confeso de su oralidad. Una buena suerte profesional me llevó a compartir vivencias únicas: seguir sus pasos en Marrakesh, llevarlo en brazos en Machu Pichu, acomodarlo ante la gatera de un mingitorio en Madrid o desactivar su pudor hasta conseguir la lista original de sus pecados.
Aquella vieja noche de Berisso habló sobre Almafuerte. Tras mágicos volatines y metáforas nos engatusó con un oxímoron: que Almafuerte era el Whitman argentino. Imberbes para un juicio crítico de peso la comparación nos pareció abultada pero no teníamos con qué darle. Si lo decía Borges debía ser así. Sus fabulaciones eran más ciertas que su verdad.
Lo volví a ver (sin que me reconociera) una noche de 1958 en que como reportero de Clarín salí raudo hacia Ezeiza: después de meses de dar clases en Texas Borges volvía al país. La palabra Borges ya sonaba en el mundo. Se venía la hora de cierre y por fin lo vimos asomar cansado, y lo peor, dispuesto a no atender a la prensa. Por fin se detuvo y alguien soltó un
--¿Cuál es la anécdota más curiosa que trae de Texas, señor Borges...?
Se espabiló un poco y casi musitando, deslizó…
–Sus leyendas, historias de gente muy valiente, como la historia del cowboy…
Y lo dejó allí, en curiosa pausa. Se iba el tiempo y no aparecía una nota a transmitir. Venir de Texas y hablarnos de un cowboy era como volver de Chascomús y hablarnos de un lechero. Pero de pronto saliéndose de su propia galera Borges extrajo un conejo extraordinario:
--…la historia del cowboy…negro.
Ahora, sí. En ese adjetivo aparecía el sorprendente Borges y aprontamos birome y oído. Nos contó entonces el caso de singular templanza de un cowboy que por sus fechorías iba ser ajusticiado un amanecer. Que llegada la hora, ya con el cordel en el cuello, el sheriff le anunció que por costumbre del condado antes de ser ahorcado tenía derecho a decir unas palabras. Aquí Borges tosió, hizo una pausa (literaria, seguro) y remató:
--Y el cowboy negro le respondió: “Yo no he venido aquí a hablar sino a morir”.
Ahora sí sabíamos que había vuelto Borges y teníamos miga para colorear la nota del regreso. El cowboy podía ser real o imaginario. No importaba. De haber sido blanco pasaría por gesto altanero del héroe. Que fuese negro lo convertía en borgiano y literario para siempre. ¿Acaso alguien había visto por entonces valorizar a un negro en un western?
En 1978 cubrí el viaje de los reyes de España que rumbo a Buenos Aires hicieron escala en Perú. Ambos mostraron interés puntual por visitar las ruinas de Machu Pichu, y las pistas de Nazca (solo Sofía). Pero ni bien aterrizado en Lima un rey de mayor rango motivó que abandonara a los Borbones: allí estaba el mismísimo Borges con María alistándose para viajar al día siguiente al santuario a la misma hora que los reyes. Elegí entonces viajar con un rey verdadero. Nos embarcamos con Borges y María en el trencito angosto que parte de Cuzco y en cinco horas de mucho calor arribamos al pie de la explanada. Borges (82 años) llegó muy mal. Boqueba pálido y ni vasos de la Inca Cola (sic) ni el té de coca conseguían reponerlo del mal de altura. Debí atender la emergencia llevándolo en brazos, como a un niño, hasta el micro que asciende en espiral hasta el hotel internacional situado frente al santuario. Llegado al lobby y mientras María inquieta pedía un médico dejé a un Borges mudo e inmóvil sobre un sillón de la sala. Un grupo de turistas alemanes se interesó por el estado del anciano y al decirles que se trataba de un escritor argentino y escuchar dos de ellos el nombre, pegaron un grito, alertaron al resto y en un minuto el exánime Borges en camisa y tendido quedó bajo los flashes de una docena de Leikas invasivas. Fue una estampa tan bizarra que cada vez que la recuerdo me remite, por la similitud de la posición de los cuerpos en la escena, a La lección de anatomía, de Rembrandt.
Como éstas, son muchas las anécdotas borgianas que pulsan este mes en mi memoria y en la de todos los lectores que habitan la fantástica cueva del mago Borges. Ese Borges, vasto sustantivo, al que Sábato reconoció gran poeta y fijó con los siguientes quince adjetivos: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.
Y si es así (y es así) ¿Cómo no seguir recordando sus anécdotas en alguna próxima columna?