La segunda vuelta debe ser la primera. Hay que jugar todo en la primera ronda; será difícil ganar en la segunda. Este criterio, basado en las encuestas de cualquier origen y pago, expresa el interés cristinista para los comicios generales del año próximo: alcanzar la presidencia de nuevo, aun para el no deseado Daniel Scioli, gracias al enjuague constitucional que amañaron Alfonsín y Menem en el ’94, que habilita la llegada a la Casa Rosada en la primera vuelta electoral con sólo el 40% de los votos y una diferencia de diez puntos por lo menos con el segundo aspirante. Un singular condicionante con dos décadas de historia aún ignorado para una amplia mayoría que concurre a las urnas bajo el espíritu de que el futuro mandatario requiere el 50% más uno de las voluntades. Según los sondeos, la conjunción oficialista podría primerear y eventualmente acceder a ese piso de 40% en la primera vuelta –en el Gobierno lo descuentan con optimismo adolescente–, pero también reconocen que mejorar ese porcentaje para la segunda instancia sería arduo, quizás imposible. Por lo tanto, la primera vuelta debe ser la segunda para Cristina & Cía en la extensión de su dominio y, quizás, para que los menos sean más.
No es lo único que exige esta desnaturalización previa del ballottage. Aparte del 40%, demanda que en la primera vuelta se fragmente la oposición con tanto esmero que el segundo candidato nunca se acerque a menos de diez puntos del primero (con la fotografía actual, dicen, hoy podría registrarse esa situación). Por lo tanto, habrá estrategias divergentes entre los tres candidatos con posibilidades más ciertas, juicio fundado en la capacidad financiera del trío para sostener una campaña presidencial que nadie cotiza por debajo de los 60 millones de dólares. Por un lado, el combo cristinista de Scioli apuntará a una mayor disgregación de las fuerzas opositoras, a que se presente “una multitud de voces” como si vocearan la obsoleta Ley de Medios, mientras Sergio Massa y Mauricio Macri avanzan hacia composiciones políticas más amplias y abiertas. Esas tendencias obvias, desde que la segunda puede ser la primera, quizás no sean suficientes de acuerdo con determinadas perspectivas. Ya no se trata de lograr más adherentes para cada fracción y rebanarle poder al oficialismo (tarea en exclusiva de Massa); quizás se busque otro tipo de entendimiento –comparable con el que se planteó para las elecciones del año pasado, cuando Scioli inesperadamente desertó al final– si los dos contendientes entran en alerta y confiesan que su mayor prioridad es frenar la continuidad cristinista. Frente a este cuadro provisorio, volátil pero adverso, ¿conversan, se reúnen, cruzan emisarios, negocian, o prefieren el propósito individual, la aventura intrépida? En resumen, contemplan o no que los más sean los menos.
Si los chinos hablan de oportunidad ante la crisis, en la oposición algunos dicen que llegó el momento de aprovechar esa condición ante la posibilidad de que la segunda vuelta sea la primera, como desea el oficialismo. Y, por lo tanto, la conveniencia de establecer acuerdos para agrupar un continente alternativo que enfrente al Gobierno y, aunque tal vez no consiga derrotarlo en la primera etapa, al menos disponga de una distancia necesaria que no lo aparte constitucionalmente para la segunda, en la que –según la coincidencia de encuestas– casi con seguridad podría ganar. Hoy son algunos empresarios quienes más auspician esta nonata alternativa para enfrentar al Gobierno. Con alguna simpleza característica, no lejos de la puerilidad. Piden, como ocurrencia, que Massa y Macri vayan a una misma interna y en ella se decida el destino de ambos, uno al estrellato y el otro al subterráneo, que quien pierda acompañe. O que uno acepte ir a la vicepresidencia o a la gobernación de Buenos Aires como premio consuelo o que, entre ellos, se comprometan a un mecanismo para gobernar más cercanos que juntos y que uno reemplace al otro cuando finalicen los cuatro años del primero.
La cultura dinástica de los Kirchner provoca ensoñaciones no sólo entre gente inexperta. Estas iniciativas han comenzado a deambular entre los dirigentes políticos, no son ignoradas. Se tropieza, claro, con la necesidad de ubicar gente, figuras, compensar esfuerzos personales; por ahora no forman parte del Estado, que alberga a cualquiera con méritos o no. En esa dificultad, sin introducirse entre la primera y segunda vuelta, ingresan esta semana los radicales: llevan más de seis meses demorando el acuerdo con Macri, dudando entre contener o apartar propios (Margarita Stolbizer) y extraños (socialistas, Pino Solanas). Incluso, la tardanza le facilitó el ingenio a Massa, que comenzó a conquistarles personajes y territorio, de Tucumán a Jujuy o La Rioja. Ahora, agitados entre otros por Elisa Carrió –curiosamente adherida a un proyecto que desde las sombras empezó a alumbrar su detestado Enrique Nosiglia–, se impone la entente por obligación, por temor a otros desprendimientos. Si ésa es la urgencia, el atraso en las decisiones le agrega otro requerimiento nuevo: cómo proceder ante la primera y la segunda vuelta, para que la primera no sea negativa y determinante.
En esta variante superior de las rondas electorales, se incluye una propuesta de imaginativa ingeniería y compleja resolución: sin que Massa y Macri abandonen sus aspiraciones personales, algunos sugieren que se integren en una coincidencia: el aporte común a un solo candidato en ciertos distritos. Para reforzarse, para contar y controlar los votos, para impedir que el cristinismo –sobre todo en la provincia de Buenos Aires– se haga tan fuerte en la primera vuelta que no sea necesaria la segunda. La sola lectura informativa de los diarios los guía: la Presidenta no sabe aún si se presentará en la Provincia, pero su hijo Máximo (quien no podría hacerlo, ya que ni nació ni vive allí, salvo cuando en su adolescencia pasó un tiempo con su abuela en La Plata) ha empezado a desplegar una acción con los intendentes prometiendo obras, lugares, fidelidad. Fácil de advertir, entonces, que la oposición se interrogue sobre una fórmula conciliada y única para la Provincia, una forma de ganar, empatar o perder por escaso margen contra el Gobierno, recordando todos que en tiempos normales –cuando ganó Cristina por primera vez– el voto bonaerense fue decisivo. No en vano ese ejercicio de seducción siempre fue ejercido por Néstor Kirchner y acompañado por la billetera estatal de Julio De Vido, al margen de asados extenuantes y bien rociados. Y de las convicciones.