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prohibiciones

Datos, relatos

¿Y por qué un dato mataría a un relato? ¿Por qué lo haría? ¿Y para qué? ¿De qué podría servirle matarlo, cuál vendría a ser su móvil, cuál sería su propósito? ¿Qué interés podrían tener los datos en que los relatos no existieran más? La antinomia, como tal, es inconducente; está fallada ya en su propio planteamiento, y no es extraño que, por lo tanto, no lleve a ninguna parte (más que al equívoco, al disparate, a un puro callejón sin salida). Lo que podemos preguntarnos, entonces, es: ¿de qué nos sirve, o nos sirvió, imaginar una escena así, la de un dato matando a un relato? ¿Por qué nos dispusimos a concebir de tal manera las cosas: con datos y sin relatos?

Basta con leer cualquier texto de historia (de Mitre o de López, de Halperín Donghi, de Romero o de Romero, de Sabato o de Tandeter, de Roy Hora o de Gabriel Di Meglio, etc., etc., etc.) para advertir que datos y relatos no tienen por qué contraponerse ni pensarse en disyuntiva; que, muy por el contrario, se apoyan mutuamente, se nutren mutuamente, se dan sentido mutuamente. ¿Podría acaso narrarse un período histórico determinado limitándose a la mera recolección de datos, sin ponerlos en relación y sin darles sentido, vale decir, con otras palabras, sin narrarlos? (para caer en la burda trampa de esa bifurcación tal vez haya que abocarse con cierta constancia al pormenorizado desconocimiento de los textos de historia. Pero el fútbol, por ejemplo, ¿tampoco les interesa? No bastan, para seguir un partido, las estadísticas sobre tenencia de pelota, pases ciertos o pases errados, metros recorridos, etc.; para transmitir qué es lo que pasa, para enterarse de lo que está pasando, además de ver, hay que narrar y hay que seguir las narraciones).

Por supuesto que el macrismo libró también sus batallas culturales (¿y cómo podría no haberlo hecho, si intentó alcanzar una hegemonía política?). Entre sus victorias puntuales cabe consignar, según creo, la de haber establecido en la sociedad el hábito de repetir la fórmula de “dato mata relato”. No descarto que la rima interna haya contribuido a ese magro éxito, no menos que la propia estructura de la frase, que es la de “billetera mata galán” (pero en ese caso a veces cabe escindir los términos, pues hay lindos sin un mango y hay feos más o menos solventes).

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La pretensión de esa trillada fórmula es que en los datos está la verdad y en los relatos hay solamente mentiras. Está claro que hay relatos que efectivamente son falsos, pero está claro que hay otros que son verdaderos, ¿cómo pudo llegar a sostenerse entonces que si había relato no había verdad? Es descabellado suponer que un recuerdo personal, una crónica periodística, un texto histórico son falsos por definición, desde el momento en que son relatos. Es descabellado, sí, pero en el uso general llegó a establecerse la equiparación del narrar con el mentir (“eso es relato” significaba “eso es mentira”). El ejercicio crítico de dirimir cuándo un relato es verdadero o es falso sucumbió así ante la tosca presunción de que todo relato es falso, y ahí quedamos largamente empantanados.

Recelosos de los relatos, y gustosos de su supuesta astucia, los repetidores de la fórmula en cuestión se consagraron a la veneración de los datos en tanto que datos. Como si no existieran para los datos, no menos que para los relatos, la posibilidad de ser verdaderos o falsos; y como si, aun siendo verdaderos, no precisaran ser interpretados y analizados, no precisaran ser pensados (como si, bajo una articulación amañada, no fuese posible plantear cosas falsas aun en base a datos verdaderos: hiperinflaciones heroicamente evitadas, millones de personas rescatadas de la pobreza, deudas que crecen pero se reducen, etc.).

La ilusión de que los datos hablen solos y la ilusión de que, cuando hablan, digan siempre la verdad involucra en cierto modo la utopía del desganado de ya no tener que pensar nada más. Ahí están los datos, es decir, la verdad; no hace falta relacionar ni dar sentido (porque eso implica narrar y narrar implica mentir); no hace falta pensar, ya está todo dicho. Y por si fuera poco, de yapa, algo más: si los datos hablan solos y exponen su verdad concluyente, entonces no hay nada más que decir. A la utopía del desganado de ya no tener que pensar, se agrega la utopía del prepotente de hacer que los otros se callen. El dato (propio) mata el relato (ajeno): fantasía autoritaria, actualmente en boga.

La prohibición del pensamiento en el ámbito educativo y la treta de aturdirnos con cifras de engañosa precisión son algunas de las armas hoy esgrimidas desde el poder del Estado. Pero hubo antes una batalla cultural que lo ha hecho posible: una victoria desoladora y pírrica, un Cancha Rayada que se quiere Maipú.