En esta época miserable en la que estamos inmersos, no recuerdo cuánto hace que no compro un libro. Me gustaría entrar a una librería, pero tengo que ahorrar para pagar el subte a $ 7,50 para ir al trabajo. Pues me la paso agarrando libros de mi biblioteca (¡de la época en que era millonario!), releyendo algunos que había leído hace décadas, o descubriendo otros que ni me acordaba que tenía en casa. Por ejemplo, varios de y sobre Maiakovski, autor que tenía desatendido. El año pasado había leído Mi descubrimiento de América, en la edición de Entropía, y me interesó bastante. Así que primero tomé La vie en jeu. Une biographie de Vladimir Maïakovski, del sueco Bengt Jangfeldt, en la edición francesa de Albin Michel, un pavée de 590 páginas con hermosas fotografías, escrito al más puro estilo anglosajón, exhaustivo, sin demasiado vuelo literario pero cargado de información hasta la última línea. Pero sobre todo leí Recuerdos sobre Maiakovski, de Elsa Triolet, publicado por la extinta editorial Kairós, que compré hace mucho en una muy buena librería de viejo en la calle Lavalle, que tampoco existe más: quizás lo que ya no exista más no sea sólo, como es evidente, el mundo cultural, político y literario de Maiakovski, sino el de nosotros, los lectores que andamos detrás de esos libros, los que nos formamos en librerías de viejo y en sobremesas tardías, en discusiones absurdas y en reencuentros al cabo del segundo o tercer divorcio, o del segundo o tercer despido laboral. Tal vez sea enloquecedor hablar todo el día con fantasmas que nunca nos contestan, que no nos responden, que huyen de nosotros. Buscar esquinas que no existen más, teléfonos que ya no suenan. Es ésta una época de una tristeza infinita: las posibilidades de la vida reducida al precio del gas. Algo va a pasar. Algo debería pasar, y pronto.
Elsa Triolet, rusa de nacimiento, francesa por adopción, escritora, esposa de Louis Aragon, comunista, musa de Zoo o cartas de no amor, de Víktor Shklovski (que sintió por ella un amor no correspondido), hermana menor de Lili Brik (el amor de la vida de Maiakovski) y amiga desde la adolescencia del propio Maiakovski, escribe unos Recuerdos… sutiles y a la vez ingenuos, casi impresionistas. Su escritura es tan sencilla que parece hecha de agua. Las descripciones de la dura vida soviética no difieren demasiado de las del Diario de Moscú, de Walter Benjamin, ni de las crónicas rusas de Joseph Roth (aunque Benjamin tiene esa capacidad de observación inigualable, esa maestría del detalle: “Asia nos acompaña un trecho bajando por la Tverskaya. Le compro halvá en una confitería y luego se vuelve”). Finalmente la escena más entrañable de Triolet con Maiakovski no ocurre en Moscú, sino en un encuentro posterior en París a mediados de los años 20, cuando el poeta sufre una salidera y le roban todos sus ahorros. Maiakovski sale a pedir plata prestada a todos los rusos que encuentra en Francia, incluso a aquellos que detesta, que al darle dinero pasan a ser elogiados incondicionalmente: “Así fue con Ilya Ehremburg, que hasta ese momento le había sido indiferente y consiguió conquistarlo con cincuenta francos belgas (…) Se moría de risa. Y se puso a llamar a Ehremburg por su nombre, encontrándolo estupendo”. Los poetas no son los únicos embusteros que conocemos.