COLUMNISTAS
tension en occidente

Dios, rodajas y fantasía

Las reformas de Francisco y la trama del poder vaticano. El debate de Dilma frente al espionaje de los Estados Unidos. Por qué Obama no impuso a su candidato en la Reserva Federal. Y la encrucijada del laberinto en Siria.

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El cardenal Jorge Bergoglio, S.J. (sacerdote jesuita), que al resultar electo Sumo Pontífice prefirió el nombre de Francisco (patrono de los pobres), prepara una encíclica cuyo tema está insinuado en sus palabras iniciales: “Beati pauperis...” (bienaventurados los pobres).

Francisco, que ha tenido recientemente una reunión con teólogos de la corriente Cristianismo y Liberación, anunció el reemplazo del secretario de Estado Tarcisio Bertone por el nuncio (embajador) en Venezuela monseñor Pietro Parolin –de confiado diálogo con el desaparecido presidente Chávez, a la vez que prestigioso interlocutor para el Departamento de Estado de Estados Unidos–. Es decir, que Francisco pareciera inclinarse hacia oxigenar el lenguaje y las prioridades del catolicismo del siglo XXI.

Dicho esto, no hay indicios, por ahora, de cambios en la doctrina de la veterana institución. Sea la trama del poder en Roma, las influencias cruzadas de sectores encontrados o el peso de ciertos episcopados (como el italiano, el norteamericano, el alemán o el francés), lo cierto es que el líder religioso argentino abrirá muchos frentes si quiere ir más allá de las descamisadas y desalmidonadas variantes de estilos que ha inaugurado.

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Es decir, si osa también mudar en algo la doctrina, los enunciados arcanos de la moral tomista y tridentina, comenzando por delegar responsabilidades en las asambleas nacionales de obispos, el reconocimiento de la igualdad de la mujer en el acceso al sacerdocio, la derogación de la infalibilidad papal, etcétera. Vienen a la memoria las palabras del obispo Pedro Casaldáliga (“pobre, poeta y profeta”): “Con mucha frecuencia, los obispos creemos que tenemos la razón. Lo que pasa es que no siempre tenemos la verdad. De modo que pido a los teólogos que no nos dejen en una especie de dogmática ignorancia”.

Son estos algunos cambios que el paso del tiempo parecen estar aconsejando. Por ejemplo, la eliminación del Santo Oficio (ex Inquisición) sería un gesto potente que ayudaría a acortar distancias entre una institución carcomida por la introversión y su estoica –pero muy menguada– grey.

Un gesto inusual del nuevo Pontífice fue la carta que la semana pasada escribió a Eugenio Scalfari (escritor del diario de orientación socialdemócrata La Repubblica), cuyo texto contiene generosas alusiones dirigidas a quienes no creen en Dios.

La respuesta de Scalfari es valiosa, como lo es el editorial escrito al día siguiente por un columnista de ese matutino (Umberto Veronesi), quien pone la pica en Flandes al afirmar que en realidad el debate hoy no se da entre creyentes y no creyentes, sino entre religión y sociedad. Otro analista romano, aun más desprejuiciado, afirmó que sería auspicioso que el Papa inaugurase un período en el que la Iglesia abandone la tendencia secular a censurar, combatir y prohibir ideas y conductas, evocando desde Lutero a –en otro registro– la procreación regulada. Veronesi afirma en su texto que la Iglesia Católica arrastra unos cuantos centenares de años de atraso respecto de la evolución de las sociedades occidentales.

El debate abierto por la invitación del obispo de Roma a Scalfari a “recorrer un tramo de camino juntos” es encomiable, va más allá de Roma y abre una ventana. Según L’Osservatore, “muestra el lado bello de ser cristianos”. Aunque parece oportuno recordar que las diferencias de visiones no pueden resolverse sólo con tolerancia recíproca. Como dice Rimbaud: “La lucha intelectual (de las ideas) es tan brutal como una batalla cuerpo a cuerpo”. En las cuestiones vitales, es necesario sufrir y hacer sufrir con las palabras.

También es del caso mencionar una infrecuente intervención sobre Siria del Prepósito General de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, S.J.: “Creo que una intervención militar (...) es en sí misma un abuso de poder. Estados Unidos tiene que dejar de actuar y reaccionar como el chico grande en el barrio del mundo”. Lo que dice quien fuera (y quizá siga siendo, al menos como persuasión) el superior del padre Jorge, es una expresión que no desafina respecto de la muy reciente exhortación papal contra la guerra. Y tampoco con la actitud de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, al suspender su visita de Estado a Washington, como consecuencia de las vaporosas medias tintas que a manera de explicación sobre el espionaje exhaló el presidente Obama.

La materialización de la forma moderna de la Inquisición –la más vigilante y celosa del siglo XXI– no está en Roma sino en Washington, más específicamente en la Reserva Federal, cuyo titular se retira a fines de este año y cuyo reemplazante –in pectore por usar la jerga vaticana– era Larry Summers, preferido por Obama pero derrotado por no contar con los suficientes apoyos en el Senado.

Se trata de evitar que quien ocupe ese cargo en enero de 2014 disminuya la compra de bonos que hasta hoy efectúa la Reserva –al ritmo de 85 mil millones de dólares por mes– y aumente la tasa de interés de los bonos de corto y largo plazo. Tanto el presidente del Banco Central Europeo, el italiano Mario Draghi, como el ministro de Economía alemán (Philipp Rösler, de origen vietnamita), sostienen la necesidad de que el Tesoro norteamericano no modifique la política actual.

Cerca ya del final de la semana, la Reserva Federal confirmó no tener intención de modificar las tasas ni disminuir el ritmo de compras de bonos: alivio en las bolsas y los mercados europeos y emergentes.

Lo cierto es que no hay claros signos de recuperación en la economía mundial; las piruetas contables no alcanzan para cubrir una realidad esquiva a esa moderna teología del travestismo de los mercados, que impone reglas y postulados de cada vez más difícil acatamiento por una política acorralada por los reclamos más y más insistentes de sus electorados, por al menos una rodaja de otros panes.

Por ahora se dibuja una leve inclinación occidental hacia opciones de derecha. El voto de Baviera es la última indicación en ese sentido y señala a Frau Merkel el camino de un nuevo mandato, si bien con apoyo socialdemócrata. La observación abarca la conversión del presidente Hollande a las tablas de la ley de la ortodoxia financiera, el triunfo conservador de hace una semana en Noruega, y el proyecto de ley antiinmigrantes de los Países Bajos.

Imposible no recordar una escena de la película Aprile de Nanni Moretti, en la que el protagonista sigue un debate en TV y escuchando al entonces primer ministro Massimo D’Alema (proveniente de la tradición comunista), exclama: “¡D’Alema, decí algo que sea de izquierda!”. Porque toda la socialdemocracia europea no ha podido articular propuestas políticas alternativas a las dictadas por los líderes de las instituciones financieras y bancarias centrales. La escena política –como el Capitán Garfio– no tiene completas las dos extremidades superiores.

Como dice Robert Reich (ex secretario de trabajo de Clinton), es imposible seguir con un sistema que aumente la riqueza de cada vez menos y disminuya los ingresos de  cada vez más. Según Reich, cuatrocientos compatriotas acumulan una riqueza equivalente al 40% del total de los ingresos de los menos favorecidos.

Los gobiernos y líderes europeos de la socialdemocracia, que supieron, entre 1945 y 1975, equilibrar capitalismo y socialismo a través de una intervención del Estado apoyada por los ciudadanos, no pueden compararse con los líderes de hoy, que parecen gallinas ciegas golpeando las paredes (otras veces desvergonzadamente las puertas) de un entramado asfixiante de líneas rojas financieras, inflexibilidades de bancos y bonistas y paraísos fiscales.

En aquellos años se utilizó la prosperidad para aumentar la equidad y la política intervino para modernizar la democracia, corregir las aberraciones y estimular la imaginación y la fantasía.

Sin caer en espejismos, digamos que pareciera ir perfilándose entre algunos académicos, economistas y pensadores una aglutinación de respetables opiniones que plantean alternativas al corpus doctrinario de doctrina económica y financiera vigentes.

Y, lo que es más importante: han interpretado los reclamos de calles y plazas.