Uno podría fechar el nacimiento del voto cuota y del fin de las ideologías en las palabras de William Faulkner. En el clímax de la Guerra Fría, el Departamento de Estado de los Estados Unidos puso a sus mejores intelectuales a trabajar como embajadores de buena voluntad, paseando artistas y escritores alrededor del mundo en misiones de propaganda para persuadir al ciudadano global de las bondades de la causa de la clase media americana. En una reunión de este grupo de embajadores, Saul Bellow y William Faulkner, dos ganadores del Nobel de Literatura, discutieron sobre los mejores métodos de promoción. Faulkner, un antiintelectual, fastidiado con Bellow y con tanto intelectual farragoso enamorado de su propia voz, fue directo al grano: todo lo que tenemos que darle a la gente para que entienda los beneficios del sueño Americano, dijo, es un auto usado y un televisor.
Kennedy versus Nixon de 1960 fue la primera campaña del fin de las ideologías. La primera televisada, en la que la imagen se impuso sobre el contenido. En una escena de la primera temporada de Mad Men se ven las siluetas del publicista Don Draper y su equipo mirando los spots de Kennedy y Nixon. En el primero se oye un jingle pegadizo que resalta las virtudes del candidato, en apariencia contradictorias: su experiencia y su voluntad de cambio; su madurez y su juventud, todo contra un montaje de retratos de JFK intercalados con fotos de rostros felices de la nueva clase media con sus autos y sus televisores y sus casas suburbanas en Revolutionary Road. En el segundo spot se ve y se escucha a Nixon, de traje negro, serio, encorvado, incómodo ante la cámara, hablando del peligro de la amenaza comunista. (El equipo de Draper, encargado de la campaña republicana, se agarra la cabeza.)
“Este es un gran país, pero creo que puede ser más grande; es un país poderoso, pero creo que puede ser más poderoso”, dice Kennedy mirando a cámara en el primer debate presidencial televisado de la historia. No dice mucho más que eso, pero la audiencia televisiva le da la victoria a Kennedy (la audiencia radial le da la victoria a Nixon). En otro episodio de la primera temporada de Mad Men se menciona otro mito fundacional de la política estadounidense: Kennedy le roba la elección a Nixon con la ayuda de los votos truchos del alcalde de Chicago, Richard Daley, conseguidos gracias al dinero y las influencias de Joe Kennedy Sr. Un mito que no sólo presagia el de Watergate como la revancha de Nixon contra el “establishment” que lo desprecia y margina, sino que suele ser interpretado como el predominio del privilegio y el aparato de los Kennedy sobre la esmerada movilidad social de los Nixon –es decir, como la refutación del sueño americano–, complemento del predominio de la forma sobre el contenido en la campaña de 1960. Don Draper, indignado con Kennedy y con Pete Campbell, un subordinado de apellido ilustre que lo extorsiona con revelar su pasado (Draper es un héroe accidental, un ladrón de identidades), lo empuja a delatarlo con el jefe de la agencia, Bert Cooper. Pero Cooper, al oír la historia, le da una respuesta que remite a las pandillas de Nueva York de Asbury y Scorsese: qué importa esa historia, le dice, si al país lo hizo gente con peores historias (como la del mismo Kennedy Sr., que ascendió de distribuidor ilegal de alcohol durante la Ley Seca e inversor sin escrúpulos a presidente del ente regulador del mercado de capitales y embajador en Inglaterra).
Tal vez para empujar la trama o para alimentar la esperanza de la audiencia, en la ficción la movilidad social se impone sobre el privilegio. Pero la ficción emula la realidad de un modo sutil. La movilidad no es siempre virtuosa: a pesar de su sesgo republicano y de sus orígenes humildes, Draper no es Nixon sino Kennedy, el fraudulento.
Un hombre es el lugar donde se encuentra en cada momento, dice Cooper, el pasado es accesorio. Cualquiera resiste un archivo.
*Economista y escritor.