—¡¿Qué hace, Herminia?! –me enfurezco, a los gritos.
—Estoy limpiándole el enano, señor –contesta Herminia, muy tranquila, mientras deja el plumero, agarra un trapito húmedo y empieza a pasarlo por entre los pliegues de esa estatua de yeso, que parece bastante sucia.
—¡Ya veo que está limpiando el enano! –cada vez estoy más furioso–. ¡Lo que no entiendo es qué hace un enano de jardín en mi oficina! ¿Quién trajo este adefesio?
—¿No le gusta, señor? –pregunta Herminia–. Mire que es lindo el enano…
—¡Es una porquería! ¡Dígame ya mismo quién puso esto acá!
Por primera vez, Herminia baja la vista, llena de culpa, vergüenza o algún otro sentimiento que desconocía en ella.
—Fui yo, señor –dice, finalmente–. Yo se lo traje. Discúlpeme, yo pensé que iba a gustarle…
Me quedo mirándola. Si yo fuera un jefe un poquito menos progre, seguro la despediría. Pero me da culpa verla así, tan compungida, convencida de que me estaba haciendo un favor con un lindo regalo.
—A ver, Herminia, cálmese un poco. No hay problema, tranquila. Pero dígame, ¿cómo pensó que iba a gustarme algo así?
—Lo sé, señor, no es un enano muy lindo. Pero pensé que le podía servir. Además, es lo único que encontré.
Respiro profundo para no caer en el maltrato e insisto, parsimoniosamente.
—Muy bien, Herminia. Y dígame, ¿para qué creyó usted que me podía servir un enano de jardín?
—Para guardar la plata, señor.
—¿Qué?
—¡Es que no conseguí un dragón, señor! –Herminia explota en llanto–. Sólo conseguí este enano y quería que usted tuviera la plata segura.
—Cálmese, Herminia –le pongo una mano en el hombro, la consuelo y la acompaño hasta la puerta–. Vaya, cálmese y no se haga problema. Y gracias por pensar en mí. Gracias por el enano.
Herminia sale de mi oficina y enseguida entra Carla, mi asesora de imagen.
—Qué lindo enano, hace juego con tu capacidad periodística –dice Carla, antes de sentarse en un sillón.
—No me jodas –me da mucha bronca lo que dice, pero no me animo a decírselo, así que mantengo la calma.
—Igual, tranquilo: el enano no es nada comparado con la foto en la que te escracharon.
—¿Qué foto? –pregunto–. No vi nada.
—Está circulando una foto tuya con Alvaro Zicarelli, el ex asesor del Senado y voluntario de la fundación de Gabriela Michetti –explica Carla–. Un tipo que aparece en un video insultando a Cristina. El video es tan sarpado que Michetti le pidió la renuncia.
—Sí, lo conozco a Alvaro, tengo buena onda con él y…
—¡Callate! –me pide Carla–. Ni se te ocurra decir esto públicamente.
—¿Por qué? No coincido políticamente en nada, pero uno puede tener buena onda con la gente más allá de…
—¡¡¡Shhhh!!!!–grita Carla–. Basta, ni se te ocurra mencionar el tema. Vos te callás aunque aparezcan fotos tuyas con Cordera.
—Bueno, tampoco es para tanto –digo–. Peor es sacarse fotos con Milani, ¿no? Un tipo que no puede justificar su patrimonio ni sus gastos superfluos.
—Bueno, hay que ver el lado positivo de todo eso –explica Carla–. Al menos esa denuncia por enriquecimiento ilícito va a tapar un poco la acusación de haber participado en la desaparición de un conscripto durante la dictadura.
—¿Vos decís que enriquecimiento ilícito mata crímenes de lesa humanidad? –pregunto.
—¡Por supuesto! Mirá el carnicero, si no…
—¿Cómo “el carnicero”? ¿No deberíamos llamar a ese señor por su nombre y apellido?
—No –dice Carla–, porque así se perdería una amplia tradición vernácula de personajes a los que no recordamos por su nombre pero sí por su ocupación. Por suerte tenemos un país que es una fuente inagotable de personajes hermosos. Ya pasaron el portero, el motochorro, el gigoló, y ahora llega... ¡el carnicero!
—Otro caso de justicia por mano propia –digo.
—Mm… lo de “justicia” es bastante discutible. Y lo de “mano”… diría más bien que fue por volante propio.
—Se está haciendo realidad aquello que dijo alguna vez Susana Giménez: “El que mata tiene que morir” –digo–. Aunque parece que el que roba también tiene que morir… Qué buena reflexión, creo que la voy a usar para mi columna.
—No te digo que sos el enano de jardín de los periodistas… –dice Carla–. Además, tampoco nos pongamos tan susceptibles. Al final, todos nos vamos a morir.
—Eso es verdad…
—Bueno, todos no: sólo los mortales –dice Carla.
—¿Qué querés decir con eso?
—Que hay seres imperecederos, inmortales.
—¿Cómo cuáles?
—Los seres fantásticos.
—¿Como cuáles?
—Las hadas, los duendes, los centauros…
—¡Porque son inventados! No existen, por eso no mueren nunca.
—… los elfos, los minotauros, los dragones… –continúa Carla, como si nada.
—Ya veo adónde querés llegar –digo–. ¡A la corrupción!
—Veo que vas entendiendo…
—¿O sea que si alguien tiene un enano de jardín es porque está escondiendo guita de la corrupción y el lavado?
—¡Por supuesto! Yo te diría que te deshagas ya mismo de ese adefesio –dice Carla, señalando el enano que me trajo Herminia.
—¿Y eso pasa con todos los seres fantásticos?
—¡Claro!
—¿El unicornio azul de Silvio Rodríguez también? –pregunto.
—¡Es obvio! En Cuba es muy difícil abrir una cuenta offshore. Entonces Silvio Rodríguez decidió guardar toda la guita que ganó con sus canciones adentro de un unicornio. Pero parece que alguien la robó la plata, entonces se puso a buscar al unicornio como loco.
—Seguro que se la llevaron a Miami.
—¡Seguro! Pero lo importante es lo que está pasando en la Argentina.
—¿Qué es lo que pasa?
—¿No te das cuenta? –pregunta Carla–. Hablar de dragones nos hace olvidar de los aumentos de tarifas, de las muertes por abortos clandestinos, de las fumigaciones con productos cancerígenos, del cianuro de la megaminería. ¡Somos como niños!
—Pronto llega la Navidad y vamos a dejar de hablar de dragones: vamos a empezar a hablar de Papá Noel –digo.
—Nos distraen con cualquier cosa: primero fueron las bolsas de dinero en un convento. Después, la caja fuerte dentro de un dragón. Dios, un dragón: siempre hay un personaje que no existe vinculado a la guita de la corrupción, que sí existe.
—¿Y entonces qué hacemos? –pregunto–. ¿Cómo diferenciar a los monstruos que no existen de los monstruos que sí existen?
—Es difícil –admite Carla–. El problema de tener a los seres fantasía como excusa es que los dragones y los conventos llenos de guita son como las declaraciones juradas sospechosas, las cuentas offshore, la recesión, la represión o los tarifazos.
—¿Por qué? –pregunto.
—Creo que está claro –responde Carla–: porque, en este caso, los dragones sí existen.