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Experiencias

El algoritmo de la libertad

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Plataformas. Nuestra vida transcurre en WhatsApp e Instagram. | NA

Mucho se habla de algoritmos. En el universo digital los hay por doquier y con funciones diversas: chequear la veracidad de datos, obstruir discursos de odio, velar por la navegación segura de niñas y niños, regular accesos, detectar la procedencia de contenidos delictivos. Tan presentes están en nuestras vidas, en el plano individual y comunitario, que han devenido objeto recurrente de indagación de las ciencias sociales. La algoritmización es hoy un fenómeno bajo estudio, que va de la mano del desarrollo de la inteligencia artificial. Una avanzada que no tiene marcha atrás.

Es claro que en la actualidad los algoritmos dominan la información. La segmentan, la clasifican, la conducen hacia sus audiencias, la modifican y hasta la generan. Y desempeñan un papel clave en la optimización de tareas y la personalización de experiencias en línea. La algoritmización exhibe así una creciente influencia y penetración en diferentes áreas de la existencia humana y social.

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Sin embargo, ¿qué es en concreto un algoritmo? Empleamos casi intuitivamente esa palabra, apelando a un sentido contextual que vale la pena precisar. En su primera acepción, el Diccionario de la Lengua Española señala que se trata de un “conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema”. Esta definición confirma que exceden el entorno digital para insertarse en las más variadas disciplinas que requieren de una sistematización, de un proceso orientado a resolver una situación problemática específica.

Pero los algoritmos, que tienen una entrada, un flujo y una salida, introducen además estructuras de control, bucles que determinan cómo se ejecutan las instrucciones a partir de ciertas condiciones. Especialmente, los llamados “algoritmos de toma de decisiones”, utilizados en acciones que van desde la recomendación de productos comerciales hasta la selección de contenido dirigido. Como vemos, la automatización de decisiones puede tener un impacto significativo en las personas y es aquí donde la transparencia se torna un requisito ineludible. Es aquí donde la dimensión ética se hace presente.

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Cabe preguntarnos hasta qué punto coartan nuestra libertad. En las plataformas por las que transcurren nuestras prácticas cotidianas –pensemos solo en el diario manejo de WhatsApp, Instagram, YouTube, TikTok–, los condicionantes tienen forma algorítimica. Vivimos aceptando cookies y términos de uso, lo que equivale a brindar detalles sobre nuestra privacidad, nuestros gustos, costumbres, preferencias y consumos. Sabemos desde la teoría que “no es posible no comunicar”, y esto es válido en todos los ambientes. De ahí que nuestras conductas en la virtualidad digan bastante de nosotros y sean aprovechadas por otros para conocernos mejor y servirse de ese conocimiento para obtener algún tipo de beneficio.

Frente a lo anterior, la libertad humana también tiene su algoritmo. Este se realiza en el cúmulo de decisiones que van consolidando el propio proyecto, al tiempo que se nutre de los resultados de los sucesivos pasos. En todos los casos, decidir es optar, es incluir y excluir con cierta habitualidad. Es atravesar circuitos condicionales que demandan nuestra conciencia plena para perfilar, ajustar, insistir, redefinir. Porque el algoritmo de la libertad puede desmontar cualquier sistema coercitivo; frente a él, el artificio decae y lo humano recupera su hegemonía.

*Docente e investigadora, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.