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verdaderas reformas o populismo

El dilema de Francisco y su papado: seguir a Juan XXIII o a Juan Pablo II

El pontífice argentino tiene dos opciones: impulsar los cambios que defendió el “papa bueno”, o mantener los roles entre Dios y el César.

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En un artículo anterior señalé que “no habría que asombrarse” si el sucesor de Benedicto XVI “resulta un populista al uso, en lugar de un intelectual contradictorio y enigmático”.

Y allí está. Argentino para más datos; formado en una cultura social de la que el populismo es expresión política. Apto para la tarea, ya que el codeo con la pobreza y la sencillez del cura y del obispo Bergoglio no hubo que inventarlas para el papa Francisco; vienen de lejos y parecen sinceras. Y en el debate sobre su supuesta participación durante la dictadura, es de ley acordarle crédito: nada pudo probarse ante la Justicia e irreprochables ciudadanos lo han absuelto. Al cura y al obispo Bergoglio sólo le caben las generales de la ley: la iglesia argentina colaboró como institución con la dictadura y sus atrocidades. Pero a la Iglesia siempre le han pasado esas cosas, en todo el mundo.

Finisimo olfato. Para reflexionar sobre el rumbo que elegirá este Papa, conviene recordar que el secreto de supervivencia de la Iglesia es su finísimo olfato secular, su manera de apoyar los pies en la realidad y mantener la cabeza en los posibles efectos de sus vaivenes en el mediano y largo plazo. Su mercancía, su formidable baratija, es la piedad y el premio en el Más Allá, y no pierde de vista la llegada de momentos de la historia en que ese brillo torna a ser el único consuelo para la mayoría. Tal como va el mundo, en eso estamos.

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Juan XXIII y Paulo VI reinaron en tiempos de descolonización y grandes convulsiones sociales, a partir de los 60. Un momento de la historia en el que la Ilustración parecía tender a que alumbrara la igualdad, ese foco de las Luces aún no encendido. Fueron elegidos para que diesen libre curso a la “opción por los pobres” y a la Teología de la Liberación. La Iglesia siempre freno a esos sinceros seguidores de Jesucristo; sólo les soltó la mano cuando las circunstancias lo exigieron. Pero Juan XXIII encendió una mecha que provocó escándalo. Vivió poco tiempo, y su sucesor Paulo VI inició una inflexión que culminaría en Juan Pablo II.

A finales de los 80, con el neoliberalismo triunfante, desaparecido el referente soviético, aplastados o en grave crisis los pujos revolucionarios en Occidente, la manera de Juan Pablo II de mantener los pies de la Iglesia en el siglo fue un pragmático ecumenismo y un ojo en los efectos del neoliberalismo en las sociedades y en el tablero mundial; el otro en la secularización y sus efectos en la feligresía: crisis de vocaciones, avance del laicismo, masiva irrupción de evangelistas, otras corrientes cristianas y todo tipo de sectas y modas milenaristas. Esto le llevó a criticar fuertemente al capitalismo y a la globalización, pero obviando las propuestas de los teólogos de la liberación, algunos de los cuales fueron excomulgados o apartados de la Iglesia. El intento de apoyar cambios en las cosas terrenales había supuesto una peligrosa aproximación al materialismo marxista, y la Iglesia no vende razón, sino fe. San Pablo ya lo había advertido: Credo quia absurdum. La fe es un escándalo para la razón. Y viceversa.

Así, el de Juan Pablo II fue un papado confuso, pero muy adecuado a las circunstancias. Cuando concluyó, la Iglesia había ganado en imagen planetaria lo que había perdido en influencia, fieles, vocaciones y espacio mundial. Había estado del lado ganador en la guerra contra un enemigo mortal, el materialismo comunista, pero el precio era una gran debilidad ante el individualismo, la multiculturalidad, la disolución de la familia y la moral burguesas, el paganismo neoliberal; ante la creciente influencia en Occidente de otras religiones y culturas, globalización mediante.

El desconcierto. El papa Ratzinger fue un momento de desconcierto de la Iglesia; la efímera victoria del catolicismo más reaccionario e inadaptado a los tiempos. Es cierto que el lo reaccionario gana terreno en el mundo, pero el rumbo que tomarán las cosas no está nada claro. Ahora hay que surfear la tormenta, y Benedicto XVI, un Papa preconciliar que antes condujo el Santo Oficio, hizo cosas como levantar la excomunión a varios obispos del cisma ultraortodoxo lefevriano. Uno de ellos, el británico Richard Williamson, se había ratificado en su negación del Holocausto y de la existencia de las cámaras de gas… Entre otros derrapes, Benedicto provocó un grave conflicto con el islam y apenas se ocupaba de los pobres, esa abrumadora mayoría del mundo. O sea, enemistó a la Iglesia con Israel, aliado principal de Estados Unidos, y con el mundo musulmán, que provee el petróleo de Occidente; no atinó a frenar los escándalos internos y la alejó de sus fieles. Acabó “renunciando”. Vaya uno a saber.

En cambio, lo primero que hizo el papa Francisco fue elegir ese nombre. Un jesuita en sayo franciscano. Un florentino que va de pobre por la vida. Para “vender imagen”, tiene una sólida experiencia populista, como se ve. Por algo el peronismo se lo disputa a dentelladas. Pero el mundo pide cambios, en lugar de piedad y caridad. Hay demasiada desesperación y violencia; demasiado escepticismo secular como para que apoyar la mano en la frente de los pobres vaya a dar el resultado de siempre.

Al interior de la Iglesia, no bastará con que el Papa se pasee con zapatos gastados y duerma en un hotel. Deberá intentar cambios profundos en esa moderna mafia multinacional de las finanzas y los negocios, que vive con el boato y las perversiones de las monarquías premodernas. La Iglesia está metida hasta la casulla en los problemas y escándalos que sacuden a la economía mundial. Y también allí el estado de las cosas del mundo pide cambios reales en lugar de gestualidad. En Europa ya asomó el fantasma del “corralito” argentino…

De modo que ¿Juan XXIV o Juan Pablo III? La segunda opción sería más de lo mismo en la larga historia del populista reparto de roles entre Dios y el César: cambiar algo para que nada cambie; sobrevivir. Algo así como conceder el fin del celibato sacerdotal y discursear sobre la pobreza, pero alinearse con la lógica capitalista en lo que concierne a la apropiación de la plusvalía. Eso mismo hace el populismo secular.

La primera, un retorno a las fuentes cristianas, a esos esbozos abandonados de “razón antes que fe” de la Teología de la Liberación, supondría una verdadera lucha contra la inequidad en el mundo. Poner a la Iglesia del lado de quienes reclaman cambios reales en la estructura capitalista, empezando por la participación de la propia Iglesia en el sistema. Hechos concretos, en lugar de discursos y una gestualidad de cayado y zapatos viejos. Una sincera intentona de dejar a la razón el espacio de la esfera social y a la fe el de la opción individual; privada.

En cuanto a la política local, si Bergoglio era argentino, Francisco ya no lo es. Su primer gesto es elocuente: la reunión de jóvenes en Brasil le otorgaba la excusa perfecta para darse una vuelta antes de las legislativas de octubre y dejar saber sus preferencias, pero se abstuvo. Sabremos de su política hacia el país por Mario Poli, el arzobispo que eligió para la tarea.

Tanto ante las cosas del Cielo como las de la Tierra; las del mundo como las de su país, la opción de Francisco será entre el populismo o un proceso de verdaderas reformas.

Dios dirá. O la razón…


*Periodista y escritor.