Es posible que a determinada edad uno se ponga a observar el funcionamiento del mundo para resumirlo en los misterios de una biografía. Con preciosa tapa ilustrada con un cuadro de Daniel Santoro, el nada secreto pintor de la política peronista como una forma del cuento de hadas entendido bajo figura mística, acaba de aparecer La internacional justicialista, de Loris Zanatta, que lleva bajo subtítulo Auge y ocaso de los sueños imperiales de Perón. El cuadro de Santoro muestra a dos educandos justicialistas que, en medio de un paisaje nevado, exhiben un retrato de Evita como crucifijo exorcista ante un águila guerrera, no argentina sino americana. Por lo que voy viendo, el libro de Zanatta –que con ese apellido implora pero no conseguirá de mí ninguna broma– explora la política exterior del peronismo del ’46 al ’55, realizada desde una perspectiva que pretendía abrir un hiato entre el comunismo eslavo y el capitalismo sajón: la tercera posición nacionalista y católica.
En una prosa tersa y didáctica, y un poco monocorde, Zanatta lee la época y las pretensiones expansionistas e ideologistas de un Perón que utilizaba a Eva de evangelista de su paraíso perdido como una forma perpetua de la torpeza, la incomprensión, la petulancia y la ingenuidad. Más allá de los posibles aciertos o errores de sus afirmaciones –¡¿quién sabe hoy si el IAPI fue un acierto o un fracaso, Miranda un genio o un badulaque?!–, lo interesante del libro, para un aficionado al género de las revelaciones, es la presentación de un líder justicialista intrigante, embrollón, escasamente anoticiado de las posibilidades reales del país de presentarse como un jugador de primer nivel en el escenario abierto durante la Guerra Fría, es decir, con una vanidad y una megalomanía políticas alimentadas a base de buenas cosechas de trigo, y como si no hubiera sido bien entrenado por el ejército y por los años en que trabajó en inteligencia militar y espionaje.
Ahora bien, si los límites del mundo son los límites de nuestro lenguaje, esta diferencia en la percepción de las propias capacidades y sus posibilidades de influir en el resto (que el Líder pretendía peronizar), demuestra que, contra toda creencia sobre su genialidad estratégico-política, con la que siguen escorchando sus seguidores, Perón era menos un gran conductor que un artista consumado. Y eso me lo vuelve infinitamente más simpático.