A riesgo de que el lector asalariado abandone esta columna en la primera oración, debe decirse que, si había un impuesto cuya reducción no era prioritaria, era el que gravaba las “ganancias” (confusión semántica de ingresos) de los salarios altos. Al menos si nos interesan las razones de eficiencia y equidad.
Antes de la reforma dispuesta por el Gobierno, sólo uno de cada cuatro asalariados pagaba el Impuesto a las Ganancias. Ahora, tributará uno de cada diez (aquellos que ganan más de $ 15 mil). Claro está, con esas cifras, que no se trata de un impuesto al “laburante”, sino al que percibe casi el doble que el salario promedio registrado (al menos hasta que la inflación vuelva a licuar los mínimos no imponibles).
Más allá de las razones por las cuales este impuesto se volvió tan mediáticamente impopular, lo cierto es que la rebaja de Ganancias no es una reforma progresiva, ya que reduce las cargas a los ingresos más altos. Peor aún si, como hace presumir la práctica oficial, el bache fiscal asociado a la menor recaudación de Ganancias (que no será compensada con los nuevos impuestos a las transferencias de sociedades no cotizantes y al reparto de dividendos) se va a cubrir con mayor emisión monetaria, pues el impacto regresivo será mayor, ya que los efectos inflacionarios serán mayormente soportados por los pobres, financieramente menos sofisticados para proteger sus ingresos y ahorros frente al aumento de precios.
Si el objetivo era relajar la carga impositiva sobre los trabajadores o consumidores (al fin y al cabo, el destinatario es el mismo), había tributos más eficaces. Por ejemplo, si querían priorizarse objetivos de equidad y empleo, podía haberse apuntado a los impuestos al trabajo que “soportan” el 100% de los trabajadores, y no sólo el 25% (ahora el 10%) de salarios altos. Si bien los llamados “aportes patronales” aparentemente recaen sobre los empleadores, éstos en general logran trasladar la carga al empleado cuando “descuenta” de su salario los tributos asociados a su contratación (el empresario mira el costo total, indiferente si va a salario o a impuestos). Este “desvío” de la incidencia impositiva es más automático en el caso de los trabajadores menos calificados, típicamente con menor poder negociador de sus contratos (curva de oferta menos elástica). Algún país latinoamericano optó por detallar los aportes que el empleador “descontaba” de los haberes del trabajador: la demanda popular no tardó en migrar desde ganancias hacia los otros impuestos al trabajo, en una cabal muestra de que “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Otra opción era reducir los impuestos al consumo, por el ejemplo el IVA, que es más regresivo que Ganancias, ya que todos los contribuyentes pagan en proporción a su consumo, independientemente de su ingreso o de su patrimonio. Alternativamente, si se buscaba mejorar la eficiencia para ganar competitividad, podía apuntarse a tributos más distorsivos, como el impuesto al cheque entre los impuestos nacionales, o ingresos brutos o sellos entre los provinciales, para fomentar la producción y la mejora del salario real.
Otra herencia de la “década ganada”. La “década ganada” dejará un nivel de presión impositiva récord sobre el sector privado, al pasar del 25,5% al 38,5% del PBI entre 2003 y 2012. No obstante, semejante aumento del peso contributivo no es suficiente para mantener las cuentas en orden: hay déficit fiscal desde 2009, ya que el gasto público se expandió del 25,5% al 44% del PBI. La diferencia la pone mayormente el Banco Central (emitiendo pesos y cediendo reservas), es decir, nosotros, los contribuyentes que tenemos pesos cuyo poder adquisitivo se “derrite” en nuestros bolsillos vía impuesto inflacionario.
El aumento de la carga impositiva en la Argentina fue el mayor de América latina en la última década. Ya es superior a la de Canadá, Nueva Zelanda, España, los Estados Unidos, casi el doble que la de México y Chile, similar a la del Reino Unido y Alemania. Aunque la comparación en términos de cantidad y calidad de bienes públicos dan ganas de llorar: en las autopistas germanas hay guard rail elásticos para amortiguar los despistes, acá tardamos ¡veinticuatro! días para encontrar a la desamparada familia Pomar, que yacía al costado de la ruta.
A pesar de que siempre es más fácil encarar reformas en contextos de holgura que de escasez, la “década ganada” no avanzó, sino que en muchos casos retrocedió, sobre la perenne agenda de problemas de nuestro régimen tributario: dos blanqueos en menos de cinco años convirtieron en un eslogan vacío la pretenciosa campaña original de “una nueva cultura tributaria”; la arbitrariedad en el reparto de los recursos federales indujo una voraz carrera de aumentos de impuestos provinciales y tasas municipales que echaron por tierra los modestos avances de coordinación logrados por los pactos fiscales federales (ni hablar del incumplimiento del mandato constitucional de una nueva ley de Coparticipación, que ya lleva casi veinte años de incubación).
La estructura impositiva tendió a consolidar las herencias nocivas de “emergencias” previas (alícuota de 21% en IVA, impuesto al cheque), introdujo nuevas distorsiones como la falta de ajuste por inflación e inequidad horizontal entre contribuyentes con capacidades similares (autónomos o relación de dependencia), no promovió la eficiencia y la inversión (un 25% de los recursos son generados por impuestos distorsivos como ingresos brutos, débitos bancarios y sellos; en 2000 representaban un 15%). Las reformas que ahora se promueven en el margen, como la suba del mínimo no imponible de Ganancias, no reconocen líneas directrices de eficiencia o equidad. Es hora de que el Congreso recobre sus potestades constitucionales y aproveche el debate del presupuesto nacional 2014 para plantear un esquema tributario más racional.
A fines de 2015, el virtual heredero de la “docena ganada”, además de atender los problemas urgentes asociados a la necesidad de reestablecer el equilibrio entre ingresos y gastos sin financiarse con un Banco Central exhausto de reservas, deberá ser capaz de abordar una agenda tributaria ambiciosa: coordinar las cargas impositivas nacionales y subnacionales, incorporar estabilizadores automáticos contracíclicos, redefinir alícuotas de retenciones de exportación por productos y regiones, tomar a cuenta de Ganancias los pagos del Impuesto al Cheque, favorecer la reinversión en pymes, promover la formalización y bancarización vía rebaja de IVA para canasta básica pagada con tarjeta, entre otras.
Quizás sea un cuatrienio menos épico, pero más amigable para el heredero siguiente. Los contribuyentes, que trascienden los gobiernos, agradecidos.