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El rey de los festivales

Hurch murió de un ataque al corazón en Roma, donde leí que había ido a encontrarse con Abel Ferrara.

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El lunes murió Hans Hurch. Era el director de la Viennale, el festival de cine de Viena. Es un oficio poco común y, en general, mal pago. Hurch era de los pocos que ganaban bien. Su festival tenía el presupuesto necesario, era una organización extremadamente amable y eficiente al servicio de las películas y los cineastas. En Viena no había alfombras rojas ni estrellas bajando de las limusinas, pero ser invitado allí era un honor y un placer. Tampoco había una competencia, ni un mercado, ni un laboratorio de proyectos: los productores, los agentes y los truhanes en general se asomaban poco: a Viena no se iba a comprar ni a vender sino a pasarla bien. Las salas eran tradicionales y perfectamente mantenidas; las cenas, cordiales, y las películas, las mejores. Todos los que asistimos a la Viennale tenemos un recuerdo imborrable del festival. Y de Hans. El impacto de su muerte en el pequeño mundo del cine de arte fue enorme.

Hurch tenía 65 años. Murió de un ataque al corazón en Roma, donde leí que había ido a encontrarse con Abel Ferrara. Era un tipo más bien bajo, de barba, un poco jorobado. Tenía una mirada inteligente como pocas, impresión que se consolidaba cuando uno tenía la rara oportunidad de escucharlo hablar en serio de arte, de historia o de política. Usaba siempre un traje negro de diseño exclusivo (tenía muchos iguales) y combinaba la informalidad en el trato con una actitud ceremoniosa y el conocimiento de la vida institucional. Era también un gran seductor. Los empleados de la Viennale lo adoraban y lo cuidaban, sus enemigos decían que era un político astuto, capaz de sobrevivir durante veinte años en un puesto con muchos pretendientes a ocuparlo. Eso no es exactamente una hazaña, pero en su caso, la continuidad iba de la mano de una absoluta independencia: Hurch programaba lo que él quería, invitaba a quien quería y si tenía presiones, nadie se enteraba de cuáles eran. Aunque alguna gente le sugería películas, Hans era el único programador de la Viennale: el catálogo era el resultado de su exclusiva selección, difícilmente objetable. No era tímido para defender sus puntos de vista ni para despreciar el cine que no le gustaba, aunque tuviera prestigio o estuviera de moda.

Hurch era a su modo un enigma. No usaba e-mail y se comunicaba a través de sus asistentes. Cuando venía al Bafici, por ejemplo, se pagaba un hotel distinto al que le ofrecía el festival. No le gustaba mezclarse con los otros invitados, salvo en las fiestas, a las que acudía infaliblemente. En los últimos tiempos, su salud no era buena: tenía ataques de apnea y un problema estomacal le impidió asistir a la última edición de Mar del Plata, donde debía ser jurado. Ya había sido jurado en Mar del Plata, cuando tuvo una feroz pelea con Krzysztof Zanussi, a quien acusó de ser un obsecuente del Papa (era antes de Bergoglio). La despedida de Hans de la Viennale venía sufriendo misteriosas postergaciones sucesivas. Ahora, se suponía que su última edición sería la de 2018. Tal vez, como muchos que ocupan cargos semejantes, temía volver al llano, dejar de viajar, abandonar la rutina de gente y películas. No se lo veía muy feliz. Acaso la vida pública, aun en un puesto dorado, sea inevitablemente monótona y vacía. Su muerte da un poco de miedo.

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