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despotismo

El tirano

Los pueblos ultrajados suelen equivocarse. Que los argentinos no elijan una nueva forma de opresión.

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De la cabeza. | Pablo Temes

Existen muchas razones para pensar que hoy la experiencia política vale poco y las lecciones de la historia todavía menos. Para los jóvenes, socializados por la tecnología, el presente parece engullírselo todo, en un vértigo insaciable y caótico que prescinde del pasado. Antes que ellos, Nietzsche nos advirtió sobre el exceso de historia. No obstante, retomaremos el argumento del sentido común, que podría formularse así: la historia política no se repite, pero enseña. No debe condicionar el presente, sino mostrar las regularidades del comportamiento y las formas de dominación que, como nudos difíciles de desatar, reaparecen en el tiempo bajo distintas apariencias, pero la misma esencia. En ese ejercicio, lo reciente permite extraer conclusiones de mayor validez. El pasado cercano termina imponiéndose en un mundo interconectado y global.

¿Qué queremos decir cuando cuando hablamos de “regularidades de conducta” y de “formas de dominación”? Las primeras remiten al proceder de los individuos, buscando entender por qué son sumisos o rebeldes, violentos o pacíficos, inclinados al consenso o al conflicto. El bienestar y el malestar material y psíquico caben asimismo, en esta reflexión, porque constituyen vivencias que experimentan las personas y las comunidades desde que existen registros. Las formas de dominación a las que nos referimos son los modos de liderazgo, poder, autoridad y legitimación en las distintas culturas. Dicho en términos sencillos: qué tipo de mandatarios y gobiernos rigen a los pueblos y bajo qué condiciones se los respeta o repudia.

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Cuarenta años después de haber sido restituida, la democracia argentina se enfrenta al drama de una dominación política asediada por una sorda rebelión que, debido a sus rasgos, es acaso más profunda que la de 2001. La gente está harta de sufrir gobiernos que décadas atrás representaban la autoridad y ahora se tornaron un poder opresivo e insoportable. Una forma de administrar considerada ineficaz por dos tercios de la sociedad que, sin embargo, aún expresa una tenue esperanza en el sistema, sobre todo entre los mayores de cincuenta años, quienes recuerdan tiempos mejores. Como nunca lo habíamos visto, multitud de jóvenes están en otra cosa:  los que pueden, yéndose del país; los más pobres, abandonando la democracia que los marginó y empobreció. Y al menos, cuatro de cada diez, apostando ciegamente a una tramposa utopía de la libertad.

Esa frustración, y esto resulta clave, no es solo económica. Esconde una profunda humillación, que nace del deprecio de las élites hacia la gente. El sociólogo Barrington Moore, quien recorrió la historia mundial para describir estas situaciones, observó: “El aroma de universalidad viene del parecido que encontramos entre cualquier conjunto de súbditos, que tiene ciertas ideas sobre las tareas y obligaciones que le corresponden a los dirigentes y a la autoridad, de modo que su violación flagrante dará lugar a un sentimiento de agravio moral e injusticia”. De allí a la sublevación existe solo un paso, que los ofendidos dieron a lo largo del devenir. Para comprobarlo, basta ver la alegoría del sufrimiento y la insurrección que relatan varios pasajes del Antiguo Testamento.

Pero no es necesario ir tan lejos para encontrar paralelismos. Pensemos en los alzamientos fascistas que ocurrieron en el siglo XX, cuyas características claves reaparecieron en el actual. La secuencia de humillación seguida de despotismo está presente en todos. La ideología puede ser o no democrática y contener dosis variables de racismo o nacionalismo, pero los liderazgos poseen rasgos constantes: carisma, violencia, odio a los adversarios, irracionalidad, arrogancia, paranoia.

Sombrías perspectivas

En un espléndido libro sobre Shakespeare, titulado El tirano, que encubre una crítica a Donald Trump, el ensayista norteamericano Stephen Greenblatt afirma que el célebre dramaturgo “describió una y otra vez el caos que se produce cuando los tiranos, que por lo general carecen por completo de competencia administrativa y de visión de lo que significa un cambio constructivo, se hacen efectivamente del poder”. El autor sostiene que aun sociedades relativamente sanas y estables carecen de recursos para impedir el daño causado por sujetos lo bastante despiadados y faltos de escrúpulos, y tampoco están preparadas para hacer frente a gobernantes de origen legítimo que empiezan a dar muestras de un comportamiento desequilibrado e irrazonable. Los grandes dramas de Shakespeare, en su escenificación de la lucha por el poder, nos muestran cómo los gobiernos racionales son doblegados por los irracionales, bajo circunstancias que se repiten. Siglos después, las elecciones democráticas no lograron impedir la locura.

De los cinco postulantes que disputarán la Presidencia, tres tienen posibilidades de ganar, según los falibles sondeos. De ellos, el que más chances parece reunir posee sorprendentes similitudes con los caudillos despóticos que atravesaron la historia. De ninguna manera es lo nuevo, como se lo quiere mostrar. Surge de condiciones sociales intolerables, parecidas a la que hemos visto tantas veces. Repetiremos sobre él: se presenta como el salvador de un pueblo paria al que, con excepcional oportunismo, le dijo: los políticos son la causa de la explotación que padecen. Su propuesta es borrarlos de mapa, como se intentaron erradicar tantas minorías, devolviéndole la libertad a la gente. Desafíos de esta índole nunca terminaron bien.

Lo que debe entender Milei

Este columnista recuerda a su padre, el 11 de marzo de 1973, sentado junto a su biblioteca colmada de libros de historia. Él, que en su juventud había simpatizado con el peronismo, se tomaba la cabeza, angustiado. Dijo entonces: “no sabés lo que va a venir”. Fue escuchado con escepticismo por un joven al que aún no le interesaban las enseñanzas del pasado. El eterno retorno de lo mismo, el ciclo infernal de las desgracias, cuando ellas ocurren. No se equivocó mi padre acerca de los días que siguieron: una desastrosa ingobernabilidad que ni Perón pudo remediar. Cierto que en aquella época existía una violencia fratricida, que hoy la repudiada democracia erradicó.

El que avisa no traiciona, dice el refrán popular. Ante la elección que podría llevar a la Presidencia a un tirano, asumiremos el riesgo de advertir, no sin desesperación: el autoritarismo, que encierra la negación del otro, constituye una trágica falsificación de la libertad. Los pueblos ultrajados a menudo se equivocan. Esperemos que el domingo próximo los argentinos no elijan una nueva forma de opresión.

* Sociólogo.