La relevancia absoluta que la nueva derecha le otorga a la libertad no es ya una cuestión abstracta en la Argentina. Un representante de esa visión ideológica, que tiene serias chances de convertirse en presidente, la eleva e idolatra, hasta el punto de convertirla en una consigna obsesiva. “¡Viva la libertad, carajo!”, expresa el nuevo mito soreliano, que ha conquistado a un tercio de los argentinos y podría cautivar a muchos más.
El argumento de los nuevos salvadores de la patria, convertido en una fórmula sencilla, al alcance de las masas, dice: un estrato privilegiado – al que denominan “la casta”– somete a la sociedad, condenándola a la desgracia económica. La opresión consiste en haberles sustraído a las personas un bien inalienable: la libertad individual. El Estado conculca la libertad. El mercado la restablecerá. Y esa será la llave de la felicidad.
No puede sorprender que, en condiciones de sufrimiento y hartazgo, ese argumento gane cada vez más popularidad en amplias franjas de la población. Crece en tierra fértil y desnuda la crisis de representación de la democracia, que es global y ahora explotó en el país. Los políticos se ocupan de sus intereses materiales, desatendiendo las demandas de aquellos que los eligieron. Así, la clase o el pueblo son explotados. Durante décadas, esa anomalía fue uno de los aspectos de la crítica ineficaz de la izquierda argentina al sistema, porque la representación popular, mal o bien, la ejerció el peronismo. Hoy es el ultraliberalismo el que parece tomar la posta, impulsado por TikTok, los jóvenes sin futuro y millones de defraudados. Los republicanos, que se dedicaron a pelearse entre ellos y a defender las instituciones en abstracto, corren de atrás en esta presunta transición de la representación política.
Esa mudanza despierta muchas dudas. Quisiéramos detenernos en una: si el proyecto libertario se compagina o no con “la naturaleza de las cosas”, que era el principal recaudo de Juan Bautista Alberdi para evitar las abstracciones cuando diseñaba las bases de la Constitución. Este héroe de los libertarios, que ellos malversan para sus fines, creía, con lucidez, que no es la legislación la que instaura las costumbres, sino, al revés, son las costumbres las que deben orientar al legislador. La cultura va por delante del derecho y la ideología. Violentarla es un error típico de los extremismos. A propósito, por qué las clases populares no tomaron las armas en los 70 es un caso paradigmático. Puede preguntarse ahora por qué los argentinos desengañados adoptarían el ultraliberalismo, aunque en veinte días vayan, con justificado enojo, a votarlo.
Pero hay más. Si comparamos a los libertarios vernáculos con sus parientes de otros países, encontraremos una ausencia en su discurso: cualquier apelación a la comunidad nacional. En esta narración, en nombre de la libertad no solo se demoniza al Estado, sino que se suprime el valor cultural de la nación. Todos conocemos las atrocidades del nacionalismo, pero aquí se habla de otra cosa: cuando millones de argentinos salen pacíficamente a celebrar el triunfo deportivo, subyace la idea unificadora de nación, como comunidad de destino, como lengua común, como costumbres, recuerdos, ilusiones, éxitos y frustraciones compartidas. Nuestros libertarios parecen ajenos a esto; lo suyo es la utopía de la libertad y la idolatría del mercado, desgajados de la cultura y de la historia.
Arriesgaremos que pretender instaurar el mercado despreciando estos valores es hacerles trampa a los argentinos, aun con sus defectos e insuficiencias. De nuevo Alberdi: la libertad debe compatibilizarse con el estado nación, porque ambos son fundamentos de la república. En el preámbulo del texto alberdiano se lee: “Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina”. Imaginemos el prólogo de una distópica Constitución promulgada por los libertarios, que dijera: “Nos, los representantes de los individuos que compiten en el mercado”. Un introito que suena cómico, si no fuera trágico. El vaciamiento de la idea de nación y del rol del Estado en la sociedad es un costo altísimo que tal vez no adviertan los que por ira les den –esperemos que no– el poder a los nuevos fanáticos. Probablemente les espere a sus votantes una fenomenal anomia.
Cuando se sostiene, con razón, que el objetivo subyacente de los ultraliberales no es erigir una economía de mercado, sino una sociedad de mercado, no debe olvidarse que el postulante a la presidencia es un economista profesional con sesgo totalitario. El filósofo Michael Sandel ha observado que en los últimos tiempos muchos economistas rebasan su campo específico para dictaminar sobre el comportamiento humano. Afirma Sandel que lo hacen a partir de una idea “simple, pero poderosa”: que, en todas las esferas de la vida, la conducta de los individuos puede explicarse por medio del cálculo de costos y beneficios ante las oportunidades que se les presentan. Tomando las decisiones con ese criterio elegirán siempre lo que creen que le proporcionará la máxima utilidad y desecharán lo que consideren que la impedirá. Si esta idea es correcta –concluye Sandel–, todo tiene precio.
Por eso en el relato de los absolutistas de la libertad puede comprarse y venderse lo que sea, desde órganos hasta niños; por eso, la noción de justicia social resulta aberrante y es inaceptable que donde haya una necesidad nazca un derecho. Existe, eso sí, el derecho a morirse de hambre, como ha defendido el candidato a presidente en otro de sus memorables exabruptos. Con sentido de la oportunidad, el exjuez Luis Herrero mencionó, en una nota reciente, a un exponente del darwinismo social afín a los libertarios: William Graham Summer, quien postuló que “el sistema económico recompensa justamente al rico por su contribución al bienestar general y castiga sabiamente al pobre por su incapacidad”.
Cuando el capitalismo cancela la nación, cuando la economía define el comportamiento humano y coloniza la política, cuando se desprecian la justicia social y los derechos, nos deslizamos, como metaforizó Max Weber, a una noche polar. A los responsables de ese cruel destino los llamó “especialistas sin espíritu, hedonistas sin corazón; estas nulidades se imaginan haber alcanzado un estadio de la humanidad superior a todos los anteriores”.
* Sociólogo.