Cuando un político se dedica a recorrer el país, va a los canales de televisión, organiza eventos para que le pidan que sea candidato, dicta clases magistrales sin ser maestro, evidencia que ansía ser Presidente. Si después, renuncia a una candidatura inexistente, lo hace porque sabe, que a pesar de todos sus esfuerzos, va a perder.
He tratado con decenas de presidentes y candidatos de varios países, y nunca conocí alguno que, creyendo que puede ganar, deje de competir por razones altruistas. Un tigre no cambia la carne por lechugas aunque se haga ecologista, es contrario a su naturaleza. Cristina ha hecho lo imposible para ser candidata y como no logró levantar su popularidad, ha renunciado.
La siguiente maniobra que se le ocurre al político empecinado en conservar poder, es encontrar un títere que le obedezca. La jugada tiene un problema: por lo general, quien es elegido, cree que ha sido elegido y no designado por otro. En ocasiones, no solo mata al padre, sino que se dedica a perseguirlo.
Esto tiene que ver con la naturaleza de los políticos y el triunfo. Casi siempre son víctimas del síndrome de Hubrys. Son modestos mientras luchan por el poder, pero cuando llegan se sienten divinos por las ceremonias, los halagos de sus laderos, las alabanzas vacías que intercambian con mandatarios con los que se reúnen. No soportan que nadie les haga sombra, menos parecer como sometidos a un jefe.
Eduardo Duhalde cometió ese error cuando escogió como candidato a un caudillo de Santa Cruz para mantenerse en el poder. Teniendo tanta trayectoria, se olvidó que la palabra “lealtad” es extraña a la política. Néstor Kirchner, en cuanto pudo, lo borró de la esfera del poder. Podríamos mencionar muchos ejemplos semejantes.
El binomio de los Fernández funcionó por dos factores. El más importante fue que Cristina conservó un enorme poder, se colocó a centímetros del sillón de Rivadavia. Como vicepresidenta de la República y presidente del Senado, tenía poder por sí misma, como funcionaria elegida. Además, era la primera en el orden de sucesión de un Presidente mediocre, sin vocación de mando, que le entregó el manejo de todas las cajas del Estado.
Ahora le es difícil repetir la maniobra. Los resultados del binomio fueron calamitosos. Éste ha sido el peor gobierno del período democrático, al punto que los dos presidentes tratan de desligarse de él. Sería difícil que la gente vote nuevamente por alguien obediente de Cristina. Sus posibilidades de ganar serían menores, mientras más ligado esté a ella. Mientras sea más lejano, crecen las posibilidades del traición. No faltará quien sugiera al nuevo Presidente que la mejor manera de poner distancias con su mentora sea perseguirlo. Ocurrió con el vicepresidente de Rafael Correa, elegido gracias a sus votos, que se dedicó a perseguirlo.
La posibilidad de que Cristina gane las elecciones son mínimas, aunque nada es imposible en política. No importan los resultados de las simulaciones electorales que, realizadas a tanto tiempo de distancia y sin escenarios claros, no predicen nada. Existen otras cifras acerca de su imagen, su credibilidad, la confianza que suscita en la gente y otras variables que sabemos analizar los consultores políticos, que están en el nivel más pobre de los últimos veinte años.
Hace algunos meses, basados en esos datos, algunos concluyeron, que por eso el peronismo estaba vencido, que venía una mayoría neoliberal abrumadora en el Congreso y que podrían aprobar un ajuste económico y un paquete de reformas para transformar la Argentina en Suecia. La verdad es que, salvo en algunos barrios, la mayoría de la gente es un poco más petisa y tiene la piel más oscura que los suecos. La Inteligencia Artificial podría solucionar el problema, pero solo en fotos. La realidad es como es.
Estaban completamente equivocados. Para empezar, el peronismo y el kirchnerismo no son lo mismo. Se juntan si “todos unidos vencen”, pero cuando ven que van a una derrota más o menos segura, florecen las diferencias, que en este caso son mayores de las que separan a partidos que fueron más coherentes en la Guerra Fría.
En ese entonces, las ideologías marcaban límites en la política. No hubo otro lugar de América Latina en el que los militantes de un mismo movimiento sigan en él, mientras se identifican con los polos más contrapuestos de la política y se matan entre sí. En el peronismo que conocí cuando fui estudiante universitario, convivían la “tendencia” en la que estaban la Juventud Peronista de las Regionales y los Montoneros, con la Alianza Anticomunista Argentina que los perseguía y asesinaba. Estaban en las antípodas ideológicas, pero todos eran peronistas y gritaban “Viva Perón”.
Durante la dictadura militar la mayoría de peronistas guardaron un silencio cómplice o aplaudieron al gobierno, mientras Massera y Galtieri soñaban con reeditar un movimiento nacional y popular aliado a la clase obrera, que los tenga como caudillos.
A partir del 2003 apareció el kirchnerismo, integrado por comandantes guerrilleros hasta entonces desconocidos, como Néstor Kirchner y su esposa, Aníbal y Alberto Fernández, Julio De Vido, y otros integrantes del nuevo gobierno nacional y popular. Surgió entonces esta izquierda Nac & Pop, más aficionada a los bolsos de marca que a las metralletas.
En vez de conquistar territorios para convertirlos en zonas liberadas para conquistar el resto del país, construyeron imperios territoriales como el de Cristóbal López, que servían para lavar el dinero que obtenían ilegalmente del Estado. Integraron al proyecto revolucionario a caudillos del interior como Insfrán y Capitanich, que no tenían nada de izquierda, ni siquiera el guiño de sus coches.
Todo funcionó mientras sobró dinero para repartir: es la anestesia que permite hacer las operaciones ideológicas más inverosímiles. Ante el descalabro total de la economía del país, el Frankenstein kirchnerista se descompone. No es probable que por razones ideológicas, Massa y Grabois se mantengan en una misma coalición política. Los intereses de las empresas de la pobreza chocan con el orden que otros peronistas tratan de imponer en la economía.
El fracaso de Cristina al tratar de instalar su candidatura con posibilidades de éxito le quita fuerza para liderar el proyecto. ¿Porqué alguien que no es capaz de instalar eficientemente su propia candidatura sería la dirigente más eficiente para conducir al triunfo a los demás?
Nada de esto significa que la suerte está echada y que la oposición va a ganar abrumadoramente. El kirchnerismo la tiene difícil, pero un peronismo propiamente dicho podría tener espacio, si sus contrincantes cometen muchas equivocaciones. No olvidemos que la gente actualmente no apoya las tesis de sus candidatos, sino que aprovecha las elecciones para rechazar a otros políticos.
Es disparatada la idea de algunos miembros de la oposición, que creen que la mayoría entiende que este gobierno regaló demasiado, llevó a la quiebra al país, y por eso pide que le quiten los planes, que todo le cueste más, que les congelen sus salarios, que se privaticen la educación y la salud para financiarlas con sus escuálidos ingresos.
Nunca los seres humanos quieren que les quiten lo que tienen, como lo prueban los reiterados experimentos realizados por Daniel Kahneman, un psicólogo que ganó el Premio Nobel de Economía. En su libro más importante “Pensar rápido, pensar despacio”, integra la investigación psicológica al estudio de la economía, especialmente en lo que respecta al juicio humano y a la toma de decisiones en situaciones de incertidumbre.
Quien quiera ganar las elecciones con un plan económico que proponga imponer la vigencia de la ley en un país anómico, tiene bajas posibilidades de llegar a la segunda vuelta. Si llega, tiene segura la derrota.
Si el candidato ofrece un orden que va a empeorar mi presente, para que sobre mis cenizas los políticos construyan un futuro, en el que ni siquiera sé si tendrá espacio mi familia, prefiero que siga el desorden vigente o que venga la locura total. Total, por allí puede pasar algo que me convenga.
Si un candidato ofrece que con su gobierno sufriré más de lo que sufro ahora, votaré por quien no quiera sacrificarme. Si los candidatos de los barrios más acomodados del país están de acuerdo en que hay que quitarme mis cosas y solo compiten en cuál será la velocidad con la que lo me las arrebaten, es natural que busque otra alternativa. La oposición tradicional solo podrá tener posibilidades de triunfo si logra comunicar que tiene una propuesta de cambio que no traerá grandes sufrimientos a la mayoría de los argentinos, si logra proponer un cambio positivo, como lo hizo el macrismo hace algunos años.
La tercera fuerza que está en el escenario es Milei, quien tiene la bandera del cambio que antes fue del PRO. Cumpliendo con las leyes de la comunicación política, tiene éxito por el cómo comunica, no por el contenido de los mensajes. Se parece en esto a Castillo de Perú, a Boric, a Bolsonaro. Su estilo desenfadado agrada a los jóvenes, cansados de políticos que parecería que solo se reúnen para repartirse cargos y candidaturas.
Su decisión de no apoyar a candidatos locales lo ayuda a consolidarse. La primera vez en que Rafael Correa en Ecuador, fue candidato exitoso, no lanzó ni un solo candidato a diputado. Dicen que esto no se puede hacer en Argentina porque tenemos las listas sábana que demandan la presencia de aparatos locales para cuidar las boletas, que tanto gustan a los políticos tramposos. Recuerdo que escuché lo mismo en las elecciones de Francisco de Narváez en el 2009 y no fue real. Cuando Mauricio Macri ganó la Presidencia en 2015, nunca publicó fotos con políticos, intendentes y gobernadores. Siempre se le vio abrazando a gente común. Sus binomios en las campañas ganadoras de 2007, 2011, 2015, fueron mujeres valiosas, sin grandes antecedentes políticos. Si hubiesen sido miembros de la casta, las habría perdido. Fue uno de los temas que discutió la mesa chica y que Macri resolvió con acierto.
* Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.