Hay un libro de Maurice Maeterlinck llamado La inteligencia de las flores. Se trata de una serie de ensayos tan buenos que le gustaron hasta a Borges, que los incluyó en su Biblioteca Personal e incluso los prologó. Hay allí un texto titulado Elogio del boxeo. Conviene aclarar que La inteligencia... fue publicado en 1907, tiempos en los que, al parecer, estaba muy en boga la esgrima. Maeterlinck considera al puño la única arma específica que la naturaleza nos ha dado, el arma humana por excelencia, la única, dice, “orgánicamente adaptada a la sensibilidad, a la resistencia, a la estructura tanto ofensiva como defensiva de nuestro cuerpo”.
Según Maeterlinck, si nos examinamos con atención, debemos considerarnos, sin ninguna vanidad, entre los seres menos protegidos, más desnudos, más frágiles, más quebradizos y más flojos de toda la creación (por suerte, un año después de la publicación de este libro nacería en Hungría Paul Tabori, que vendría a demostrar que además de ser todo eso somos también los más estúpidos).
El elogio que hace Maeterlinck del boxeo es hoy interesante por lo anacrónico. El autor apela a que el ser humano es capaz de alcanzar la edad adulta sin saber siquiera dar una trompada, y encuentra en ella la perfección de la que carecen las palabras inútiles, los tanteos y la furia. Quien sabe usar los puños, dice, puede esperar, pacífico, las primeras violencias, y puede decir con calma a todo el que lo ofende: “Hasta aquí llegaste”.
Todo ello me resulta anacrónico porque entiendo que para los tiempos que corren los puños no bastan, y es por eso que nunca salgo a la calle sin un martillo. Es un martillo de minero, de dos kilogramos. La idea no fue mía sino de George R. Stewart, que hace que el personaje principal de La tierra permanece deambule, en un mundo extinto y peligroso, siempre con un martillo en la mano. El martillo le otorga esa misma mansedumbre que posee quien sabe usar los puños. Fabio Morabito, en Caja de herramientas, también se ocupa de esta herramienta. Para no hablar de Nietzsche, quien llama “filosofía del martillo” a la suya, no solamente crítica sino también afirmativa y tendiente a destruir errores. Yo considero al martillo la más sacra de las herramientas, y creo que si todos me imitaran la nuestra sería una sociedad más altruista, en la que todo sería conservado con mucho más cuidado.
Escribir sobre el martillo puede resultar tan paradójico como el tema mismo. Una herramienta a la que se conoce menos de lo que exige su importancia y que al mismo tiempo despierta en quienes se aventuran en sus vericuetos fenomenológicos más pasión de la que su postura pareciera tolerar. En realidad, esta herramienta vive su existencia dedicada casi monomaníacamente a la destrucción voraz y al ruido. Toda la obra del martillo es una poderosísima mezcla de vida y aniquilamiento, drogas decididamente embriagadoras e incluso desabridas para algunos ejecutantes débiles y timoratos, a quienes no está dirigida esta columna.
Algún día me ocuparé más extensamente de él, pero por ahora despidámonos dando tres martillazos...