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Escraches que rompen el contrato social

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En ocasiones, la historia ayuda a pensar el presente. Como se sabe, el escrache es un método nazi.

El formato surgió durante La Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), del 9 al 10 de noviembre de 1938 en Alemania y Austria. Aquella noche, noventa ciudadanos judíos fueron asesinados por fuerzas de las SS, y miles de comercios de esa colectividad fueron identificados con la estrella de David para su posterior destrucción.

En nuestro país, en tanto, organismos de derechos humanos, víctimas del terrorismo de Estado y familiares de desaparecidos recurrieron a este mecanismo con un sentido diferente: ubicar y repudiar a represores de la última dictadura militar. Sin embargo, lejos de los destinatarios genocidas, el señalamiento público trocó en sinónimo de “justicia popular” afectando a diferentes sectores y actores de la vida democrática. Desde hace tiempo sobran ejemplos de autoritaria furia colectiva.

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En 2002, tras el fracaso de la Alianza y aún bajo los resabios de la vacía arenga “Que se vayan todos”, un grupo atacó el domicilio del ex presidente Raúl Alfonsín.

Ya en tiempos del kirchnerismo –fundamentalmente luego del conflicto agropecuario de 2008– el fanatismo se impuso desde el Estado. En 2010, durante una movilización a Tribunales para reclamar la aplicación de la Ley de Medios, militantes oficialistas escarcharon públicamente, con nombre y apellido, a varios periodistas del Grupo Clarín. Con el tiempo, a medida que la radicalización se acentuaba, la intolerancia no hizo distinciones En 2013, el entonces ministro de Economía, Axel Kicillof, fue señalado e insultado durante un viaje con su familia. A su turno, ya fuera del poder, el secretario de Legal y Técnica de la presidencia de Kirchner, Carlos Zannini, fue alcanzado por estas prácticas abusivas.
La reacción de estos grupos permite una mirada general que trasciende los hechos y los protagonistas. En primer lugar, el escrache hunde sus raíces en la anomia social y la falta de credibilidad pública en los diferentes estratos del Poder Judicial. Desde esta percepción existe una tendencia popular a renunciar al Estado de derecho, reemplazando el accionar legal frente al delito y las garantías constitucionales por un primitivo comportamiento ipso facto de autorregulación y satisfacción personal.

Pero hay algo más: en algún punto, quienes se valen del macartismo creen que la tarea emprendida constituye una forma de “hacer política”, un modo de imponer la “voluntad popular”. En no pocas ocasiones, esta idea redentora ante lo que se considera injusto o indigno aparece matizada con un impostado republicanismo.

Por otra parte, el señalamiento público y masivo, la filípica patoteril, se apoya en una falsa creencia; una ideología amoral según la cual la política trae aparejados falta de escrúpulos e intereses espurios, dirigidos únicamente a garantizar poder e impunidad a los dirigentes y su círculo familiar. Desde esta cosmovisión, por ende, la honestidad no es un atributo posible en ningún funcionario o representante elegido en las urnas. Este razonamiento generalista, al igual que la metodología empleada, es sinónimo de fascismo.

En tales circunstancias, la prepotencia marca el pulso de una sociedad invertebrada, inconexa, incapaz de pensarse como un todo más allá de las diferencias. Los escraches, entonces, ya sean premeditados o espontáneos, marcan la desarticulación entre Estado, ciudadanía y política. Esta situación, por tanto, lleva a la ruptura del contrato social y sus principios básicos. En consecuencia, libertad, igualdad y fraternidad – objetivos que deben alcanzarse en dimensiones equivalentes para lograr la democracia plena– son banderas pisoteadas por la barbarie.

*Miembro del Club Político Argentino.