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Fronteras de pólvora: el conflicto entre Tailandia y Camboya y el debilitamiento del orden internacional

La reactivación de un antiguo litigio entre Bangkok y Phnom Penh deja al descubierto las fracturas del sistema internacional y reabre una disputa con raíces coloniales, identidades en pugna, actores globales pasivos y un Sudeste Asiático cada vez más expuesto a las tensiones del siglo XXI.

Tailandia-Camboya
el conflicto entre Tailandia y Camboya y el debilitamiento del orden internacional | AFP

En un mundo sobresaturado de conflictos mediáticamente jerarquizados —Ucrania, Gaza, Taiwán—, ciertos estallidos armados parecen suceder en los márgenes de la conciencia internacional. Tal es el caso del enfrentamiento entre Tailandia y Camboya que, a pesar de haber provocado decenas de muertes, desplazamientos masivos y una peligrosa escalada militar en pleno Sudeste Asiático, apenas logró algunas líneas en los portales más relevantes del planeta. Pero esta aparente irrelevancia estratégica encierra una paradoja inquietante: lejos de ser un accidente aislado o un mero altercado fronterizo, el resurgimiento bélico entre Bangkok y Phnom Penh es síntoma de una enfermedad sistémica más profunda.

Nos encontramos frente a una guerra “silenciosa” que no por ello resulta menor. La violencia volvió a encenderse con fuerza el 24 de julio de 2025, luego de que un artefacto explosivo matara a un soldado tailandés en la provincia de Surin. La respuesta fue inmediata: bombardeos, fuego cruzado y avances tácticos en múltiples puntos de la frontera. La violencia desatada superó en intensidad y alcance a los episodios registrados en 2008 y 2011. Y sin embargo, ni la ONU, ni la ASEAN, ni los organismos de mediación internacional activaron herramientas concretas para desescalar el conflicto.

Este nuevo brote armado entre dos Estados miembros de la misma organización regional ocurre en un escenario global marcado por la erosión del liderazgo estadounidense, la consolidación del poder chino, la multiplicación de tensiones periféricas y la creciente indiferencia del orden internacional frente a disputas que no comprometen directamente a sus principales actores.

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El conflicto entre Tailandia y Camboya no es, por tanto, un hecho aislado. Es parte de una tendencia más amplia, que revela cómo las grietas del viejo sistema internacional comienzan a ensancharse, mientras proliferan enfrentamientos no resueltos en regiones donde la historia aún pesa más que la diplomacia.

Herencia colonial y fronteras difusas: el mapa como trampa histórica

El conflicto entre Tailandia y Camboya hunde sus raíces en las profundas y contradictorias cicatrices del colonialismo francés en el Sudeste Asiático. Durante los siglos XIX y XX, el Imperio Francés impuso sobre la península de Indochina una lógica cartográfica ajena a las identidades, tradiciones e instituciones locales. En 1907, Francia delimitó la frontera entre la colonia de Camboya y el Reino de Siam (actual Tailandia), entregando a Camboya territorios como el templo de Preah Vihear, enclavado en una zona montañosa que los tailandeses consideraban históricamente suya.

Esta delimitación, plasmada en mapas elaborados unilateralmente por ingenieros coloniales, fue impuesta sin el consentimiento real de la monarquía siamesa. El conflicto se reactivó con fuerza en los años 50, cuando Camboya, ya independiente, llevó el caso a la Corte Internacional de Justicia. En 1962, la CIJ falló a favor de Phnom Penh y otorgó el control del templo a Camboya, aunque no resolvió con claridad la soberanía sobre los terrenos colindantes.

Desde entonces, el sitio ha sido epicentro de escaramuzas periódicas, tensiones diplomáticas, militarización de zonas rurales y campañas mediáticas cargadas de simbolismo religioso y nacionalista. La decisión de UNESCO de declarar el templo Patrimonio Mundial en 2008 fue vista por Bangkok como una provocación, reavivando la disputa. Lejos de cerrarse, la herencia colonial quedó latente como una trampa. El mapa, más que herramienta de paz, fue semilla de conflicto.

Nacionalismos cruzados, templos sagrados y propaganda interna

El templo de Preah Vihear no es solo una ruina ancestral: es un emblema sagrado para ambas naciones. Para los camboyanos, representa el legado khmer y la reivindicación frente a siglos de dominación. Para los tailandeses, simboliza una injusticia histórica y una humillación nacional nunca saldada. Las élites políticas han sabido utilizar esta simbología como herramienta de legitimación interna.

En Tailandia, los gobiernos militares y las coaliciones ultranacionalistas han recurrido cíclicamente al discurso revanchista para consolidar apoyo popular. En Camboya, el régimen autoritario de Hun Manet ha capitalizado la amenaza externa como justificación del control represivo interno. Las redes sociales, por su parte, amplifican el odio: hashtags como #ProtectPreahVihear o #CambodiaBackOff se viralizan con discursos xenófobos, desinformación y teorías conspirativas.

Lo religioso también juega un rol. Ambos países son mayoritariamente budistas theravada, pero compiten por la apropiación espiritual del templo. En 2025, se denunciaron agresiones contra monjes de ambos lados, y profanaciones deliberadas de símbolos religiosos por parte de tropas. En definitiva, el nacionalismo se enraíza en lo sagrado, lo histórico y lo geográfico, en una combinación explosiva.

De escaramuzas a guerra limitada: evolución táctica y tecnológica

Los enfrentamientos de julio de 2025 mostraron un salto cualitativo en la capacidad de proyección militar de ambos países. Tailandia movilizó batallones aerotransportados, artillería autopropulsada, cazas F 16 y drones de reconocimiento tipo Hermes 900. Camboya respondió con cohetes Grad de 122 mm, unidades de asalto motorizado y drones chinos de la serie Wing Loong.

Por primera vez se registraron ataques deliberados contra infraestructura energética y de telecomunicaciones en zonas rurales. También se detectaron interferencias de señales GPS, evidenciando el uso de guerra electrónica. Varios analistas militares coinciden en que el conflicto dejó de ser una escaramuza fronteriza para convertirse en una guerra limitada con líneas definidas, objetivos tácticos y narrativas de largo plazo.

La cadena DW y The Guardian documentaron mediante imágenes satelitales la destrucción de escuelas y hospitales móviles. Reuters informó sobre el uso de municiones de racimo en zonas pobladas, lo que podría configurar crímenes de guerra. En solo cinco días, murieron más de 50 personas y cerca de 140.000 fueron desplazadas.

Víctimas invisibles: crisis humanitaria, refugiados y silencio global

Mientras las cámaras enfocaban otros teatros de guerra, el conflicto tailandés-camboyano generó una crisis humanitaria silenciosa pero significativa. Unas 140.000 personas fueron evacuadas de aldeas en las provincias tailandesas de Sisaket, Surin y Ubon Ratchathani, mientras que cerca de 40.000 camboyanos buscaron refugio en zonas rurales del norte, muchas veces sin acceso a agua potable ni asistencia sanitaria.

El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) advirtió sobre la presencia de minas antipersonal activas en caminos utilizados por civiles. Un informe de Human Rights Watch documentó ataques deliberados contra ambulancias, el uso de armas incendiarias y el corte de corredores humanitarios previamente pactados entre comandantes locales.

Las organizaciones internacionales mantuvieron un perfil bajo. La Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) no emitió alertas de emergencia, y la asistencia fue gestionada por ONG locales sin financiamiento sostenido. El drama humano, como en otros conflictos periféricos, quedó eclipsado por el mapa de prioridades del Norte global.

Washington, Beijing y el dilema del Sudeste Asiático

El conflicto dejó al descubierto el doble juego de las grandes potencias. Tailandia es un aliado militar histórico de Estados Unidos, participa anualmente en las maniobras Cobra Gold y es receptor tradicional de armamento y formación militar estadounidense. Camboya, por el contrario, ha profundizado su alineamiento con China, que financia la base naval de Ream, construye rutas estratégicas y sostiene al régimen de Hun Manet con préstamos e inversión directa.

Pese a estas afinidades, ni Washington ni Beijing intervinieron directamente. El Departamento de Estado emitió una tibia declaración de “preocupación por la estabilidad regional”, mientras que el Ministerio de Relaciones Exteriores chino llamó a “resolver las diferencias mediante el diálogo”. Ninguno presionó con sanciones ni ofreció una mesa de mediación formal.

Esta pasividad revela un rasgo inquietante del orden multipolar emergente: los conflictos regionales ya no son necesariamente escenarios de competencia directa, sino también de omisión estratégica. El valor geopolítico de Tailandia y Camboya parece hoy más vinculado a la contención indirecta —económica o militar— que al respaldo activo en momentos de crisis. El mensaje para otros países del Sudeste Asiático es claro: el paraguas de las grandes potencias ya no es garantía de asistencia inmediata.

ASEAN ante el espejo: ¿foro diplomático o espectador impotente?

La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) fue concebida como una herramienta para garantizar la estabilidad regional a través del diálogo y la no injerencia. Sin embargo, este principio se ha transformado en una camisa de fuerza que impide una acción efectiva. En el actual conflicto, ASEAN no activó ninguna misión de observación, no convocó a una cumbre de emergencia, ni logró siquiera una declaración conjunta de condena.

Malasia, que preside el bloque en 2025, apeló a la “prudencia” y llamó a “mantener el diálogo”, sin mayores consecuencias. Filipinas y Vietnam optaron por el silencio. Laos, tradicional aliado de Camboya, bloqueó internamente todo intento de intervención. La inacción de ASEAN evidencia su creciente irrelevancia como mecanismo de resolución de conflictos interestatales. La región carece de un paraguas de seguridad, y su arquitectura institucional demuestra ser frágil frente a intereses contradictorios y nacionalismos crecientes.

Comparación con Cachemira, el Cáucaso y los Balcanes

El conflicto recuerda, en escala y dinámica, a otros focos de tensión fronteriza irresuelta. En Cachemira, India y Pakistán se enfrentan desde hace más de 70 años por una línea de control nunca legitimada por ambas partes. En el Cáucaso, Armenia y Azerbaiyán han librado guerras periódicas por Nagorno Karabaj. En los Balcanes, Serbia alimenta sueños de reconfiguración territorial —como advierte Rosendo Fraga con la noción de “Gran Serbia”— que mantienen en vilo a Bosnia y Kosovo.

La constante es la misma: límites impuestos externamente, ausencia de arbitrajes efectivos, guerras intermitentes y nacionalismos exacerbados. La novedad, en el caso del Sudeste Asiático, es el uso de tecnología avanzada, la articulación simbólica-religiosa del territorio y la ausencia casi total de cobertura mediática global. Es la guerra invisible del siglo XXI: localizada, persistente, y sin consecuencias para quienes no la sufren directamente.

El intento de Trump: diplomacia unipersonal en la era poshegemonía

Donald Trump, en plena campaña por regresar a la Casa Blanca, anunció desde su cuenta de X que mantenía “conversaciones con ambas partes” para frenar la escalada y “mediar personalmente un alto el fuego”. Según Reuters, Trump habría establecido contacto con el primer ministro tailandés y con el canciller camboyano, aunque sin respaldo del Departamento de Estado de la Administración del entonces Presidente Biden.

Este gesto, más simbólico que diplomático, evidencia la fragmentación del poder estadounidense y el uso electoralista de conflictos periféricos para proyectar liderazgo personal. Si bien su intervención fue bien recibida por parte de los sectores conservadores de Bangkok, no tuvo impacto real en el terreno. No hubo ni mesa de negociación, ni observadores enviados, ni ultimátums. La diplomacia performática reemplaza cada vez más a la diplomacia institucional.

¿Nuevo orden sin árbitros?: escenarios prospectivos

El conflicto tailandés-camboyano plantea interrogantes sobre el funcionamiento del orden internacional contemporáneo. ¿Qué pasa cuando el sistema multilateral no interviene? ¿Qué sucede cuando las grandes potencias miran hacia otro lado y las organizaciones regionales fracasan en contener la violencia?

En términos prospectivos podrían imaginarse tres posibles escenarios. El primero, de tipo optimista, supone una tregua negociada informalmente por mediadores locales, con la intervención posterior de actores como Indonesia o Japón. El segundo, tendencial, proyecta una guerra de baja intensidad prolongada en el tiempo, con escaramuzas cíclicas, militarización de la frontera y deterioro de la relación bilateral. El tercero, más grave, prevé una escalada no controlada, con desplazamientos masivos y efectos desestabilizadores en toda la península.

Interrogantes sobre el futuro del conflicto

¿Puede ASEAN reconfigurarse como un actor efectivo en la resolución de conflictos, o seguirá atrapada en su doctrina de no intervención?
¿China optará por preservar la estabilidad regional o utilizará el conflicto como excusa para reforzar su proyección militar en el Golfo de Tailandia?
¿Qué implica la falta de respuesta internacional sobre el sistema de seguridad global que supimos construir y dar por garantizado?
El conflicto entre Tailandia y Camboya, aparentemente menor, es una advertencia. No solo sobre la fragilidad de las fronteras, sino también sobre la decadencia de las instituciones encargadas de protegerlas. En un mundo con cada vez mayor tendencia hacia la multipolaridad, descentralizado y plagado de crisis simultáneas, lo que alguna vez fue periférico puede volverse central. Basta con que nadie lo impida.

(*) Teniente General (R)