El 2002 aún hace sentir los ecos de su presencia. Siempre está latente el desborde caótico ante la política de autolimitación del Estado nacional a utilizar las fuerzas de seguridad para desalojar ocupaciones del espacio público. Ahora extendiéndose al privado.
En algún punto el problema precisará un cambio de política porque el más antiguo y primitivo contrato social, el que fundó la sociedad, se construyó alrededor de lo opuesto: la autolimitación de las personas al uso individual de la fuerza y la entrega al Estado del monopolio de su uso.
La mayoría de los filósofos del Estado son contractualistas: parten de la idea de que el Estado nace para acabar la guerra de todos contra todos y asegurar el orden. Thomas Hobbes fue quien más anudó el uso exclusivo de la fuerza a la génesis del Estado.
En su clásico libro Leviatán, escribió: “En lo que se refiere a la fuerza corporal, el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas, o agrupado con otros que se ven en el mismo peligro que él”. El Estado nace para “salir de esa situación salvaje que rebaja la vida a un peregrinaje brutal y corto”. Porque “por un lado, está el pathos bajo la forma del miedo, por el otro, el logos bajo la forma de un cálculo de beneficios; y esta dualidad obliga a los hombres a renunciar a su fuerza privada y poderes individuales para que algún otro se vea investido de un poder común que monopolice la fuerza de todos. A la guerra de cada hombre contra cada hombre se opone el pacto de cada hombre con cada hombre; de aquí brota el ‘contrato social’ que se enuncia en primera persona (‘yo autorizo...’) e invoca a todos los demás en la segunda (‘con la condición de que tú también...’)”. “La obligación de los ciudadanos hacia el Estado durará lo que dure su poder para defenderlos. Desvirtuado o agotado éste, hay lugar para la desobediencia civil.