Fatalmente, uno cumple años. Y recibe regalos. Este año recibí uno que, aunque no deseado, me llena de algarabía porque me permite experimentar el capitalismo en su forma más vil: un iPad.
Siempre tuve una desconfianza (vanguardista, si se quiere) contra la modernización capitalista, pero como el año pasado había declarado equivocada mi resistencia a los lectores de libros electrónicos, este año recibí como regalo una plataforma de consumo.
Las tabletas en general, y el iPad en particular, no sirven para nada (no cumplen ninguna función que un teléfono celular y una computadora de escritorio no hayan resuelto ya con méritos sobresalientes). No sirven para trabajar, y la diversión que ofrecen está filtrada por las tiendas horrorosas que funcionan como puerto de enlace entre mi dispositivo y la computadora que tengo en mi escritorio. Sin internet, el iPad no funciona, leer al aire libre es imposible porque la pantalla funciona como espejo, mirar películas o series en la cama es incomodísimo porque hay que sostener el engendro con la mano, escribir con el teclado táctil es una tortura y el iPad no acepta el teclado inalámbrico que uso en mi Mac, pagué una cuenta por internet y no pude recuperar el comprobante de pago, y encima Siri, esa robota idiota, no me entiende. La historia de la computación ha encontrado un punto de inflexión en la invención de estas plataformas siniestras: lo que antes era una aventura libertaria y democratizadora hoy se ha vuelto un signo de distinción de la peor especie.Cuando expreso mis descontentos contra un regalo que, pese a todo, estoy disfrutando porque aprendo cosas, mis amigos snobs me miran como si estuviera loco. Sí, el iPad es lindo. Hemos llegado al colmo de pagar carísimo para comprar basura linda. Y ser moderno es atreverse a comprar y portar por el mundo basura cara.