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Estuve unos días (estupendos) en Mendoza. Mendoza, sí, ¿la ubica? Mire, le doy un par de datos: queda para allá, para el oeste, que no es el Lejano Oeste ni el salvaje oeste de otros países a los que mejor ni nombremos porque clasificadores irredentos nos decretan ideologías varias todas desagradables, ¿estamos? Queda para el oeste un poco más al sur que la nuestra, me refiero a Santa Fe, no confundamos, no mucho pero un poco más al sur. Cosa que puede tener su importancia y su eco en nuestras fisiologías y neurologías pero no demasiado en el clima. Y aquí me refiero a grados de calor o frío e intermedios. Es más o menos, podríamos decir sin equivocarnos. Pero el aire mendocino parece más transparente que el santafesino. No sé si eso es una ventaja o un inconveniente y supongo que no, aunque me inclinaría (levemente) hacia el inconveniente y no por la rima. Quiero decir que para hacer travesuras (de todo tipo pero sobre todo de las que… usted me entiende) es mejor que el aire no sea muy transparente y hasta es mejor que haya niebla o bruma. En Mendoza es leve, casi inexistente por invisible y mejor así. Mejor así, sí, porque todo se ve como al alcance de la mano y francamente, tener a los Andes al alcance del pulgar y del meñique la hace sentir a una como la Mujer Maravilla. Casi todo la hace sentir importante a una, y eso no es cuestión de clima sino de gente. Los mendocinos y las mendocinas son sensacionalmente amigables, ingeniosos y simpáticos. Supongo que habrá algunas personas desagradables, intratables y etcétera, como sucede en cualquier punto de este planeta nuestro, pero las guardaron bajo llave cuando se enteraron de que yo iba para allá. Una siente que la estaban esperando y enseguida empieza la amistad eterna, regada por un buen malbec. ¿Buen?, ¿dije buen? Maravilloso, casi como si fuera de este mundo: celestial, eso. Oiga, tenga cuidado si va (¡pero vaya! ¿qué está esperando?) en cuanto lo inviten con una copa de vino. Huela, sueñe, espere, sorba, de a poquito, y siéntase feliz. Pero atención, no todo es vino, ¿eh? Casi todo sí. Lo malo, mejor dicho lo bueno, es que muchas cosas en Mendoza son todo. Todo eso, digo, el olor estimulante del viento, el sueño que la asalta a una frente al padre Aconcagua, la respiración de ese aire tan distinto del nuestro, pero ¡cuidado! que no estoy hablando mal del padre de este lado, el Paraná. Y también la cordialidad, la sorpresa, la belleza, el humor, cosas todas que nos pertenecen juntas o de poco, en cataratas o de a gotas, a lo largo y a lo ancho del país. Qué bueno, eso de sentirse en casa, en la provincia en la que vivimos y también en la otra que visitamos.
No, no intento irme a vivir a Mendoza, aunque no estaría nada mal. Intento decir que fue la mía una visita enormemente agradable y que ojalá vuelvan a invitarme. Oigan, che, ustedes allá al oeste: me encantó Mendoza, me encantaron ustedes y, les aseguro, espero volver a verlos.