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opinión

Iconoclastas mediterráneos

El problema con Carlos Surghi es que intenta mirar la cinefilia desde arriba, como una pasión baja.

Conté en esta columna que en el verano me visitaron los escritores Francisco Bitar y Carlos Surghi, cordobés uno y santafesino el otro. Casi al mismo tiempo, acaban de hacer en la revista digital Präuse dos apariciones que se ocupan del cine. Surghi escribe sobre la Sexta semana mundial de la cinefilia que tuvo lugar en Córdoba en el mes de mayo. A pesar de su nombre bombástico, se trata de un festival de los más sofisticados, un verdadero lujo para la ciudad. Surghi asistió al festival y aprovechó para ajustar cuentas con la cinefilia, una pasión que confiesa haber abandonado en su juventud por razones no del todo claras para él.

El problema con Surghi es que intenta mirar la cinefilia desde arriba, como una pasión baja, de la que solo están disculpados algunos cinéfilos ilustrados, como un crítico “que últimamente ha devenido psicoanalista”. Es cierto que la cinefilia era (y todavía es de algún modo) una pasión plebeya que no dependía de un título ni de un puesto académico, ni tenía reglas transmisibles dentro del saber universitario. Los cinéfilos tienen la tendencia a creer que lo más importante que hay en el mundo son sus juicios de valor sobre algunos cineastas. Que suelen ser casi unánimes –sobre todo si se trata de cinéfilos ortodoxos, formados por los viejos Cahiers du cinéma y sus divulgadores.

Esto es algo que los no cinéfilos de la variante soberbio-rencorosa (y Surghi es un caso paradigmático) no terminan de aceptar y ni siquiera conocen bien. La ajenidad se advierte cuando Surghi intenta hacer una lista de nombres a los que la cinefilia supuestamente venera y dice “Kluge, Bondarchuk, Favio, Béla Tarr o Lav Díaz”. Allí muestra la hilacha Surghi, revela que ni siquiera se interesó por lo que intenta descalificar. Sergei Bondarchuk, director de superproducciones para el régimen soviético posterior a Stalin, nunca fue un nombre tenido en cuenta por la cinefilia. Ese nombre desafina en la lista y hace desafinar a toda la nota.

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El que también desafina (y bastante) es Bitar, al que escuchamos cantar en una película de su autoría que dura unos treinta minutos y se llama Dos efemérides santafesinas, parte de su apuesta a lo que llama “cine literario”, una denominación oscura que se mezcla con una crítica a ese cine que depende de infinitos comités y varias etapas de recaudación para poder plasmarse en una película y pierde así su frescura y su vigor artístico. Como en su película se leen poemas propios, lo de “literario” puede venir de ahí. Pero Bitar reclama con el ejemplo que se hagan películas en un día, con el director rodeado de sus afectos, sin atarse a un plan estricto y que se dejen llevar por las circunstancias. Sin embargo, ignora que ese cine ya está inventado, que la idea es parte de la tradición del cine experimental y que algo así eran los diarios de Jonas Mekas, filmados a veces sin siquiera usar el recurso del montaje. De todos modos, hay en Bitar un genuino interés por el cine, por explorar sus recursos y sus posibilidades fuera del registro mainstream. La película no es mejor que muchas que se hacen con los procedimientos convencionales, pero el verdadero desafío para un vanguardista es lograr que su obra utilice la libertad para trascender el medio. Empezar haciendo películas malas bien puede ser un camino.