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Insultador serial: la ira de Milei

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Insultos. Los últimos estuvieron dedicados a Lali Espósito, pero su violencia verbal es histórica y forma parte de un combo que una mayoría social tolera como normal. | AFP

Como si fuera un alumno que se acaba de pelear con otro y trata de justificar lo que hizo ante su maestra, Javier Milei terminó diciendo: “¡Ella empezó!”. No dijo “ella empezó, señorita” porque ya tiene 53 años y le estaba respondiendo a un periodista, pero sí dijo: “Yo no empecé, ella empezó. Si te gusta el durazno, bancate la pelusa. ¿Querés hacerte el guapo? Bancate que te responda”.

Pero Milei ya no es un alumno del Cardenal Copello al que sus compañeros hacían bullying. Ni siquiera es un panelista violento de los violentos shows televisivos. Es un presidente que asumió en medio de un estado de conmoción social y económica que él prometió resolver.

En su interminable saga de respuestas destempladas, esta vez no la emprendió contra legisladores, gobernadores, empresarios, periodistas o presidentes, sino contra una actriz y cantante popular como Lali Espósito. La llamó “parásito” que “hace playback” y “vivió chupando la teta del Estado”, y que no es una artista sino “un mecanismo de propaganda” a la que bautizó “Lali Depósito”.

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Espósito, que no es presidenta, le respondió como si la que tuviera el poder de la magnanimidad fuera ella. Le escribió “con mucho cariño y respeto”, explicándole su trayectoria nacional e internacional e invitándolo a uno de sus conciertos: “Sería un placer tenerlo en el público y la pasaría muy bien”.

Milei fue víctima de un padre violento y de compañeros acosadores, pero es su elección pasar de...

No cualquiera es magnánimo. Se necesita carácter y poder para serlo.

Los presidentes no hablan así. Insultar viene del latín y significa asaltar o “saltar sobre”, y su origen remite a la persona que en una discusión se pone violenta y lleva su cuerpo sobre el otro con la probable intención de agredirlo verbal y físicamente.

Cuando el que insulta es un jefe de Estado, el que “asalta” es el máximo poder de una nación, el jefe de las Fuerzas Armadas, el responsable de la seguridad interior, de la Inteligencia estatal, de sus resortes fiscales, de las relaciones internacionales. El que lleva en sus palabras el respaldo de los millones de personas que lo votaron para ocupar ese cargo.

Ese impactante poder está detrás de palabras como “parásito” destinada a Lali Espósito; de “delincuentes”, “estafadores”, “corruptos” y “coimeros” para legisladores y gobernadores; de “putitas del peronismo” a los radicales; de “sidegarcas” y “ladrones” a los sindicalistas; de “ensobrados” para cualquier intelectual o periodista que lo critique e, incluso, de calificativos como “operadores y mentirosos” dedicados a los medios más oficialistas por el solo hecho de usar alguna palabra que no considere adecuada.

Los presidentes democráticos no hablan así.

Entre otros motivos, porque tienen el carácter suficiente para soportar las críticas y las tensiones propias de ese cargo. No se colocan en igualdad de condiciones que el resto de sus conciudadanos, al mismo nivel que sus eventuales críticos, por el simple hecho de que no lo están. Su poder es infinitamente superior y, frente a las personas comunes que no están acostumbradas a lidiar con el poder político, ese poder puede parecer aterrador.

Un ejemplo casero: a fines de 2019, un profesor de la por entonces Escuela de Comunicación de Perfil (hoy Universidad del Sur de Buenos Aires) lo había invitado para participar de una clase de entrevistas con alumnos de primer año. Jóvenes de entre 18 y 20 años. Cuando una de las alumnas le preguntó sobre Keynes, Milei explotó repentinamente y comenzó a agredirla y descalificarla. El episodio duró minutos porque ni el profesor ni nadie lo podía frenar. La alumna quedó temblando porque ya en ese entonces este hombre tenía un poder que emanaba de ser una persona pública, un economista con la entidad suficiente para participar de programas de televisión y ser parte del círculo rojo.

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Es así. Ese episodio sucedió en un aula, sin cámaras ni micrófonos, en medio de una clase de Periodismo. Por eso, cuando se pregunta si el Milei agresivo de la televisión es o se hace, la respuesta es que él es así. Siempre lo fue.

Su crecimiento político estuvo atado a ese perfil de insultador serial. Así se hizo conocido y fue ganando aceptación social como panelista primero, y candidato y presidente después.

Tratando de “enano diabólico” a Axel Kicillof; de “pelotudo” a Mauricio Macri; de “torre de estiércol” a su gabinete económico; de “bestia, máquina de decir pelotudeces” a Federico Furiase, asesor de su ministro Luis Caputo; de “pedazo de mierda, h.d.p.” al exministro Matías Kulfas; de “zurdo de mierda, te aplasto, sorete, gusano arrastrado, pelado asqueroso” a Rodríguez Larreta; de “inútil, no decís un porongo, h.d.p.,” a Martín Guzmán; de “pelotudo” al Premio Nobel Joseph Stiglitz, de “por qué no te vas a la c. de tu madre” a la exsenadora Gladys González; de “sorete” al exministro Wado de Pedro; de “parásito de mierda, chorro h.d.p.” al exgobernador Gerardo Morales; de “tontito, bobito, pedazo de pelotudo, estúpido, idiota” al diputado Fernando Iglesias; de “chorro y burro” al diputado Leandro Santoro, de “parásito chupasangre” al exdiputado Daniel Lipovetzky; de “pedazo de mogólico” al economista Roberto Cachanosky; de “montonera tirabombas en jardines de infantes” a su actual ministra de Seguridad; de “comunista enviado del Maligno en la Tierra” al papa Francisco; de “comunista asesino” al presidente de Colombia; de mentirosas a las periodistas María O’Donnell, Silvia Mercado y Luisa Corradini.

Esta columna no alcanzaría para reproducir todos sus insultos, a los que habría que sumar los que a diario destina a aquellos anónimos que no forman parte de “la gente de bien”.

Alguna vez un periodista se animó a preguntarle por qué insultaba y si no debía disculparse, pero él respondió: “Los idiotas que me critican mis formas me chupan un huevo. Si un tipo dice un montón de pelotudeces, es un pelotudo”.

Si es verdad que somos lo que hacemos con lo que antes otros hicieron de nosotros, este hombre está reproduciendo la dolorosa cantidad de agresiones que un padre violento y compañeros acosadores ejercieron sobre él.

Pero, siguiendo a Sartre, también es cierto que hay una responsabilidad última de cada uno para lidiar y transformar lo que otros hicieron de nosotros.

Milei puede ser víctima, pero es su elección transformarse en victimario.

De Cristina a Milei. Del relato K al M

Ácido. Además de que los presidentes normales no insultan porque son conscientes del poder que emanan y tienen el carácter suficiente para controlar su ira, no lo hacen porque entienden los riesgos que puede ocasionar la violencia que sale de su boca.

Existe una persona a la que Javier Milei nunca insultó, Cristina Kirchner. Casualmente, también la expresidenta volcó durante años sobre la sociedad palabras y gestos agresivos y, al igual que el actual mandatario, estuvo rodeada de un núcleo de comunicadores oficialistas encargados de reproducir los agravios, echar más leña al fuego y fustigar a los críticos.

Se equivocan dramáticamente quienes suponen que el odio que emana el poder y multiplican los medios y las redes del poder no derrama en la sociedad. Escupen al cielo.

La ira de los gobernantes es capaz de convertirse en odio entre sus seguidores y entre sus opositores. Fue de ese pozo de sentimientos oscuros que un día emergió una pistola disparada sobre la sien de Cristina Kirchner.

Séneca decía que la ira es un ácido que puede hacer más daño al recipiente en el que se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte.

Hoy hay demasiada ira almacenada y vertida sobre sectores sociales que consumen, toleran y expresan ese odio.

Podemos seguir haciendo de cuenta que todo esto es normal, pero el riesgo es cada vez mayor.

No solo porque la prosperidad es incompatible con una sociedad enfrentada por el odio, sino porque la ira es como el fuego en un bosque seco.

Si no se lo contiene pronto, es difícil de apagarlo después.