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Jardines

En la mesa de luz, el cirujano había dejado las amígdalas en un frasco para que yo viera lo que me había sacado: eran dos bolas de un rojo brillante, parecían soplillos navideños.

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Jardines. | Marta Toledo

El día está espléndido. En pocos días, tal vez dos semanas, la ampelopsis volvió a cubrir toda la pared frente a mi ventana, subió por el muro que divide mi terraza de la del vecino, y está trepando como un ladrón hábil el edificio de atrás. Sería un sueño si un día alcanza a cubrir esa mole blanca y fea que me quitó el sol del invierno y me hace doler la vista los días infernales del verano. Que ahí detrás, en vez de cemento respirándome en la nuca, estalle una pared verde rabiosa.

Adoro la ampelopsis. Desde que tengo estas en mi patio y rodeando la ventana puedo seguir sus ciclos minuto a minuto. Es hermoso ver cómo van tirando brotes cuando están peladas y empiezan los días más cálidos: botones rojo oscuro, el mismo color que tendrá la hoja a fines del otoño, antes de desprenderse de los tallos.

Estos días estuve buscando tutoriales en YouTube para reproducirlas, es bastante simple, ojalá resulte. Todo el jardín está radiante, lo miro desde la planta alta donde tengo el escritorio, desparramándose sobre el suelo o escalando las paredes, distintos tonos de verde, el morado de los tallos de una planta que en mi pueblo llamábamos canilla de negro (bastante racista; también al timbó le decíamos orejas de negro…) pero que se llama colocacia.

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En una época mi mamá trabajó como enfermera en un sanatorio. Era un edificio moderno, construido especialmente para ser un centro de salud; creo que fue el primer lugar de salud privada pues hasta entonces todos, pobres y ricos, nos habíamos atendido en el hospital del pueblo. Las habitaciones del sanatorio daban a pequeños jardines internos, vidriados, donde crecían estas canillas de negro, enormes, vigorosas, con las hojas de un tamaño descomunal. Hasta ahora, en mi patio, nunca las había vuelto a ver de tal tamaño. 

Una sola noche estuve internada en el sanatorio, cuando me operé de las amígdalas. Recuerdo abrir lentamente los ojos, la vista borrosa por la anestesia, y ver esas hermosas plantas con las hojas casi vueltas hacia el vidrio como si me estuvieran mirando. En la mesa de luz, el cirujano había dejado las amígdalas en un frasco para que yo viera lo que me había sacado: eran dos bolas de un rojo brillante, parecían soplillos navideños. A la noche, cuando mi mamá apagó la luz para que me durmiera, me quedé un rato largo con los ojos abiertos mirando los tallos que eran tan oscuros como la noche y, sin embargo, resplandecían en su propia oscuridad. Mi mamá estaba de guardia así que entraba y salía de la habitación, me monitoreaba como a una paciente más hasta la madrugada en que vino y se recostó un rato en el sofá de las visitas. Mi mamá era muy delgada y el uniforme de chaqueta y pollera le quedaba pintado. Siempre contaba que a veces internaban a algunos viejos verdes y los viejos trataban de manosearla. Yo me imaginaba que los hombres eran realmente verdes y me causaban al mismo tiempo maravilla y desprecio.

Esa vez que me operaron le pregunté si había algún viejo verde internado, para ir a espiarlo. Mi madre se rio y me dijo que no, que por suerte no había ninguno. Pero que hacía unos días habían nacido mellizos. Uno estaba con la madre, pero el otro era demasiado chiquito y lo tenían en la incubadora, que podíamos ir a visitarlo si quería. Me puse las pantuflas y caminamos de la mano por el pasillo vacío, era de mañana temprano y todavía no había empezado el ir y venir de gente. El bebé era más chico que cualquiera de mis muñecos. La mano, los dedos, las uñas, todo era perfecto pero diminuto.