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La banalidad del mal

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En 1961, Hanna Arendt estuvo como periodista invitada para cubrir el juicio por crímenes de guerra que se le hizo a Adolf Eichmann en Israel. Era una filósofa encastrada en medio de un centenar de periodistas de todo el mundo.

Las conclusiones que sacó sobre este individuo generaron mucha polémica. Utilizó un concepto que luego se hizo famoso que es el de la banalidad del mal. ¿Qué significa? Que para ella Eichmann no era un monstruo sanguinario sino un burócrata sin sentimientos antisemitas que sólo se preocupaba por ser eficiente en el mecanismo histórico en el que le tocó vivir.

Era culpable, por supuesto, de los crímenes que cometió, pero lo que le interesaba sobre todo era ascender en su carrera y no reflexionaba sobre si sus acciones eran crueles e insensatas. No había, para Eichmann, bien o mal, sino sólo eficiencia.

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Hanna Arendt, de alguna manera, al romper el consenso, estaba haciendo con su tesis un acto político. Por lo general, no hay actos políticos entre los políticos. Y mucho menos en la entrega de los Martín Fierro.

Es genial cuando alguno que se alza con esa estatuilla intenta utilizar sus minutos de agradecimientos para mostrar que tienen sensibilidad política y salen a defenestrar o alabar al gobierno de turno. Ese sí es un hecho banal, porque no puede haber un acto político en alguien que recibe un premio otorgado por un jurado que preside Luis Ventura, un extorsionador profesional.

A partir de ahí, cualquier cosa que se intente siguiendo los mecanismos de representación de la fiesta más triste de la television argentina, es sólo papel picado que se lleva el viento. Los hechos políticos reales ponen en riesgo nuestras vidas. Como suele decir un personaje de David Lynch en El camino de los sueños, en el escenario del Martín Fierro, “no hay banda no hay música, no hay orquesta”.