Durante la presidencia de Mauricio Macri, los funcionarios que tenían a su cargo la ejecución de la política económica (recordemos que por propia decisión, el fundador del PRO continuó con la tradición kirchnerista de atomizar la gestión de la economía) solían referirse despectivamente a los críticos del rumbo tomado como “economistas plateístas”, asimilándolos a la figura de los hinchas VIP que en una cancha ofician de DT desde su butaca, pero que si se sentaran en el banco de suplentes, no sabrían cómo administrar un equipo de mitad de tabla. En realidad, lo que estaba en disputa era la lógica del análisis económico “puro” y la praxis a realizar con las restricciones que la política le imponía.
De la misma manera, el mejor plan político para ganar una elección puede transformarse en un auténtico fracaso si no se atienden los límites que la realidad económica le va imponiendo. En ambas situaciones, la resistencia de una parte u otra a que le “marquen la cancha” se remonta a los inicios de la restauración democrática de 1983. El radicalismo triunfante se esmeraba en repetir, antes y después de las elecciones, que el Gobierno debería manejar los “resortes estratégicos” de la economía y dejar a los técnicos gestionar la diaria. Esa teoría, o al menos la subestimación de las restricciones que imponía el funcionamiento de la economía, desembocó en el cambio de guardia en el Palacio de Hacienda en 1985 y en la creación del primer plan exitoso (a mediano plazo) de estabilización, el Austral, cuando la inflación rozaba el 30% mensual.
Durante estas cuatro décadas de campañas y gobiernos, hay algunas lecciones que pueden ser útiles. La primera que administrar la cosa pública no solo tiene su propia ciencia, sino también la exigencia de conocer la realidad sobre la cual se intentará operar la transformación buscada. Ignorar las reglas básicas del funcionamiento de los mercados es tan grave como no conocer la conformación y dinámica de la oferta y la demanda, porque detrás de cada “curva” existen mecanismos de propagación, comportamientos repetitivos y un escenario con características propias.
De igual manera, tener el recetario de reformas “institucionales” para ejecutar en tiempo récord sin tener en cuenta la posible reacción de los perdedores y ganadores del nuevo esquema buscado, la legalidad imperante y hasta la aritmética política para encontrar la luz verde legislativa imprescindible.
Si hubo una “grieta” durante estos cuarenta años fue la de estos dos universos que pocas veces sintieron la necesidad de dialogar y poner en común sus necesidades y objetivos. Solo parecieron convivir fructíferamente cuando el juego daba para que ambas “partes” ganaran y estos momentos coincidieron con la luna de miel de los tres planes de estabilización de mayor duración: el ya mencionado Austral, la convertibilidad (1991) y la gestión de Lavagna en el primer gobierno K. Antes y después de eso cada cual atendió su juego y el conflicto, lejos de ser el motor de la historia, produjo el estancamiento crónico.
Este año, caliente en lo político, con la novena elección presidencial desde 1983, es probable que el debate público ronde acerca de la (falsa) dialéctica acerca de dos posturas irreconciliables, fogoneado por quienes encuentran en el enfrentamiento su hábitat natural. Quizás, sería bueno que ese eje se corriera hacia el contraste estancamiento-desarrollo, con todo lo que ello implica en términos de crecimiento, equidad, reformas de todo tipo y compromiso necesario de parte de los que se presentan como líderes inspiradores. En esa cancha es donde se juega el partido.