No es índice de cierta temeridad decretar el fin del ciclo kirchnerista? Ciertamente, todo parece confirmarlo. El pésimo resultado de las PASO, la sucesión ininterrumpida de desatinos, antes y después del desastre electoral, el deterioro acelerado de la situación económica, la pérdida de verosimilitud del “relato” ante tanta evidencia contrastante, la improbabilidad de una reforma constitucional que habilite la tan ansiada reelección indefinida. La “revolución imaginaria” –según la precisa fórmula de Jorge Asís– parece haber concluido. El país se enfrenta de nuevo a su propia desolación, al estallar en mil pedazos la ilusión que alucinó a los argentinos durante una década, uno de los tantos espejismos a los que somos tan afectos.
Pero debemos ser prudentes porque no sabemos qué nos puede deparar el aventurerismo del elenco gobernante. Ya han dado muestra sobrada de su desprecio por la Constitución y las instituciones democráticas-liberales que rigen en nuestro país. No sugiero nada, pero tampoco descarto nada.
Sea como fuere, aceptemos que el ciclo finaliza. ¿Qué cabe esperar de la política en el futuro? ¿Nuevas ilusiones? ¿Otra panacea, como fue la “democracia” en los 80, el neoliberalismo en los 90 y el progresismo en los 2000? A no dudarlo, el progresismo es la ilusión más nociva porque alimenta obstinadamente una concepción de la política que ha caducado a partir del derrumbe del socialismo real (URSS, China, Cuba). El progresismo pretende ser la revolución después de la revolución. Pero la revolución ya fue o no fue –lo mismo da– y el siglo XXI exige pensar la política de otra manera. Nueva y clásica al mismo tiempo. Ya no tiene por objeto resolver las supuestas contradicciones de la sociedad civil eliminando o subordinando a uno de los términos. Más aún, ni siquiera la política ocupa ya el lugar de privilegio que le asignó una modernidad todavía temprana; ella no es más el destino (Napoleón) y tendrá que conformarse con un papel más modesto.
¿Qué espero, pues, del post kirchnerismo? Una política que reprima sus arrestos mesiánicos, que no aspire a erigirse como instituto de salvación, que no se proponga “transformar la sociedad”, pero que dentro de sus limitadas posibilidades colabore al ordenamiento mínimo de una sociedad crecientemente anarquizada, entre otras cosas, por el desarrollo incontenible de las individualidades inherente a la nueva época. La política post kirchnerista debe retornar al modelo clásico, invención genial de los griegos: negociación, acuerdo, consenso entre los distintos intereses, necesidades, deseos y aspiraciones que palpitan en la sociedad civil, en busca de proporción, armonía y equilibrio. Y, por sobre todas las cosas, contribuir a mejorar la situación de las grandes mayorías populares, centrando sus esfuerzos en la educación, la salud, la justicia, la seguridad. Sobre todo esta última, única justificación de la existencia del Estado, según los grandes filósofos políticos de Occidente.
Esto no se logra con discursos apocalípticos que sólo conmueven a minorías atrasadas y retardatarias (las viudas de la revolución) sino con gestión. Tanto Mauricio Macri como Sergio Massa parecen haber captado este viraje de la política en nuestro siglo, al insistir en que ésta debe ocuparse de los “problemas de la gente”. La gente viaja mal, come mal, duerme mal, todo es un inconveniente tras otro, cada día una carrera de obstáculos, y ni siquiera me refiero a los pobres, cuya vida es un calvario en medio de la riqueza de la sociedad contemporánea. Dudo mucho, sin embargo, que los políticos aludidos comprendan la dimensión profunda de este necesario cambio de orientación. Pero para que la nueva política sea viable, no sólo los políticos deberán comprender cabalmente el nuevo mundo que despunta, el post revolucionario, sino que los argentinos tendremos que despedirnos de las ilusiones infantiles y afrontar la tan dura como saludable realidad.
*Filósofo.