La semana pasada coincidí con cuatro escritores argentinos en Madrid para la presentación de un libro. Dos de ellos nunca habían estado en la ciudad, así que, guiados por nuestra ansiedad y por la enorme predisposición del crítico y narrador español Antonio Jiménez Morato, recorrimos algunos de los lugares que figuran en las guías y muchos de los otros. Pero el grupo se partió en dos, de manera irreconciliable, a la hora de ir a ver la retrospectiva que el Museo del Prado le dedica, hasta el 19 de abril, al pintor británico Francis Bacon (foto). Algunos se negaron rotundamente: Patricio Pron, porque dijo que no había disciplina artística que le interesara más allá de la literatura; Diego Grillo Trubba, porque estaba demasiado preocupado por encontrar la tortilla de papas perfecta. Así que allá fuimos, con Samanta Schweblin y Juan Terranova, detrás de la mayor exhibición que se le haya dedicado en España al artista irlandés, uno de los más polémicos y excesivos de la pintura contemporánea.
La elección del lugar no podía haber sido más apropiada. Bacon murió en Madrid, adonde había viajado varias veces; además, era un asiduo visitante del Museo del Prado, donde estudiaba durante horas las pinturas de Velázquez. La retrospectiva se compone de 60 obras y de una sala en la que se muestran algunos de los recortes y fotografías sobre los que Bacon bocetaba sus trabajos. Aquí están, entonces, muchos de sus cuadros más famosos y, en ellos, su impactante simbología: las bocas de alaridos petrificados, las cabezas cercenadas, los vientres abiertos. Lo que Bacon llamaba, sintéticamente, “la vulnerabilidad de la carne”. En el exhaustivo catálogo de la muestra, Martin Harrison escribe: “El objetivo de la iconoclasia de Bacon no era Velázquez sino el poder patriarcal. Su ironía se dirigía contra las pretensiones de grandeza en general, más que contra el sofisticado retrato que de ellas había hecho Velázquez; y Bacon reforzó esa ironía pintando a escala grandiosa sus disonantes mutaciones y presentándolas bajo cristal y marco dorado”. En los textos que acompañan la puesta se alude una y otra vez a la apelación directa de sus cuadros al sistema nervioso del espectador. Una idea que Bacon mismo alimentaba, como si pretendiese establecer un diálogo entre los cuerpos de los lienzos y los cuerpos del público, al margen de todo sistema racional, lógico o narrativo: “Hay un área del sistema nervioso a la cual la textura de la pintura comunica con más violencia que ninguna otra cosa”. Gilles Deleuze, en un ensayo de 1981, definió a Bacon como un generador de sensaciones abstractas. El pintor, que detestaba la interpretación de su obra, sólo atinó a decir: “Yo no quiero abstenerme de contar una historia, pero lo que sí quiero, y mucho… es dar la sensación sin el tedio de transmitirla”. Si los cuadros de Bacon pueden leerse como un museo del horror, como un catálogo de perversiones: ¿cuál es el mecanismo que se pone en marcha para que el público recorra la muestra con fascinación y no con espanto? Al entrar al museo lo hicimos juntos, pero nos separamos enseguida. Horas después, cuando volví a verlo, Terranova me dijo que cuando la cara de uno de los guardias de seguridad pareció derretirse como los retratos de las paredes, sintió que era hora de dejar el lugar. Fascinación y espanto, en el espejo. O la interrogación acerca de la fascinación humana por el espanto: una de las claves del legado artístico de Bacon.
*Desde Madrid.