Bienvenidos a la columna que no hablará nunca de la Ley de Medios. Listo, con eso ahuyentamos a la mitad de los indeseables, y los que persistan no lo harán más allá del primer párrafo, porque procedo a retomar lo que dejé pendiente el 21 de julio. Sólo entenderán quienes hayan leído la nota de ese día, o puedan imaginarse lo que falta, o sepan googlear con cierto criterio. Con esto eliminamos a la otra mitad.
Prometí ocuparme de lo que Aaron James llama asshole capitalism, una desviación aplicable a cualquier democracia republicana. Sabemos que para funcionar necesitan de ciertas prácticas e instituciones, y que su función social sólo se cumple si una suficiente cantidad de gente sostiene esas prácticas e instituciones, a un cierto costo personal. Pagar los impuestos, obedecer la ley, seguir reglas básicas de convivencia, todo esto implica un esfuerzo. Lo que sucede en el escenario que James presenta como apocalíptico y nosotros conocemos como Argentina, es que la sociedad colapsa gradualmente porque no existe la suficiente cantidad de gente dispuesta a sostener ese sistema. ¿Por qué no? James no nos puede ayudar, porque vive en un mundo más normal, pero describe dos procesos que parecen pertinentes:
1. Cooptación. Un sector de la población comprueba que comportarse de manera antisocial reporta beneficios (si sos un forro te va mejor). Por lo tanto, cambian de lado. Al principio éste suele ser un sector minoritario, pero crece exponencialmente en un proceso similar al que puede observarse en las redes sociales: la inmensa mayoría empieza a usarlas porque las usan otros. No todo el mundo es tan permeable: los que se quedan afuera encuentran una serie de alternativas para defenderse, que James engloba en un segundo comportamiento:
2. Abstinencia, o retiro. Aunque uno sea sinceramente antiforro, aunque no pueda cambiar de bando –por ejemplo, si su inteligencia le impide ser kirchnerista– no puede empeñarse en comportamientos cooperativos anteriores cuando una sociedad que se desintegra, lejos de premiarlos, los condena. Este segundo grupo nos incluye a casi todos los demás, en distintas formas:
2a. Cansancio. Seguimos creyendo en los valores que exigían esas prácticas que –por desidia o sabotaje– fueron desapareciendo. Lo intentamos igual, fracasamos todas las veces. Desistimos.
2b. Falta de reciprocidad. Lo que antes era un sacrificio menor en pos del bien común, ahora es un sacrificio mayúsculo que reporta cero beneficio. De hecho, aun cuando la mayoría siga siendo civilizada, la percepción de que son pocos alcanza para que un sistema cooperativo se destruya. Esta percepción errada puede ser resultado, dice James, de “ver demasiados forros en la tele, de los errores de quienes intentaron resistir y fracasaron y/o de una campaña de desinformación alentada por quienes se beneficiarían de que la gente se dé por vencida.” No sé si esto último es cierto, pero suena familiar.
2c. Costo creciente y asimetría. El costo de sostener prácticas cooperativas crece en proporción a la cantidad de personas que dejan de hacerlo. Y aunque ese costo fuera físicamente aceptable, la mayoría lo percibe correctamente como una asimetría injusta.
Todos estos mecanismos son intercambiables y pueden incluso combinarse en una misma persona, en distintos momentos o –como pudimos ver durante la entrevista que Ernesto Tenembaum le hizo al titular de la AFIP– en el mismo. Gracias por venir, Ricardo.
Es más largo, pero me conformo hoy con subrayar esta idea, que no es trivial y refuerza una convicción propia: el problema no es la cantidad de hijos de puta –reemplacen “assholes” como mejor les parezca– sino la escasez de conductas más decentes que podrían equilibrar la balanza. No sabemos por qué sucede esto, que en otras partes no pasa. Existen, dice James, “sistemas naturales de atenuación de pelotudos”, que en nuestro caso parecen haber fallado. Intentaré abordarlos más o menos pronto.
*Escritor y cineasta.