Abrió la puerta del despacho, llevaba un celular en cada mano y, con esa sonrisa suspicaz que suele describirlo, les preguntó a quienes lo esperaban: “¿A que no saben quién me está llamando por teléfono?”. Ante la negativa obvia, develó el secreto: Macri.
Sorprendía Massa con esa revelación al tiempo que les preguntaba, burlón, a sus amigos: “No sé con cuál de los celulares debo atenderlo. ¿Que les parece? ¿Le respondo con el de ‘oportunista’, título que él mismo me colgó, o con este otro, que también me atribuyó,de ‘ventajita’? Radiante con sus tribulaciones, agitaba los brazos con los celulares, como si la duda fuera física. “¿Qué le digo a Anita?”, refiriéndose a quien esperaba del otro lado de la línea, la dulce secretaria del Presidente. Un interlocutor le dijo entonces a Massa: “Contestale mañana”.
Incompatibles. Esta irónica escena sucedía a la demanda presidencial para establecer un diálogo y un acuerdo de diez puntos que hace un par de meses ensayó sin éxito la Casa Rosada. No fue feliz tampoco la conversación del día siguiente a la anécdota de los celulares. Entre el mandatario y el candidato opositor se mantuvo el enojoso divorcio que ya registraba cruces y agravios desde que ambos no habían congeniado sobre la inclusión de familiares del Gobierno en el último blanqueo. Diferencias de convicción. O de precio, vaya uno a saber; finalmente, son dos hombres de la política. Desde entonces, el trato entre ambos alcanzó ribetes escandalosos, en apariencia irreversibles. Ni la mediadora Vidal, con un pie en cada continente, pudo resolver el odioso entuerto entre Massa y Macri, entre Macri y Massa. Ahora tampoco, estaba en Colombia durante las desinteligencias.
Al mandatario, hasta sus amigos lo consideran un hombre de rencores silenciosos, incluso por una tradición cultural que se endilga a sus ancestros italianos, más cercanos a la pestilente ’Ndrangheta que a la escuela pitagórica de Crotone.
En Boca, por ejemplo, Macri guardaba una lista de enconos encabezada por el entrenador Carlos Bianchi, quien lo había avergonzado con un desplante público; lo seguía Maradona –autor del callejero mote de “cartonero”, entre otras lindezas– y, al final, Riquelme, aunque el disgusto por este jugador reservaba atenuantes. En la política luego cosechó otras aversiones, alimentadas según algunos por su ladero Marcos Peña –aunque a los jefes de Gabinete, por cercanía y dominio del picaporte, siempre les atribuyen calamidades– y amparadas en deslealtades presuntas o ciertas, empezando por Massa y continuando por Martín Lousteau, el que alberga desencuentros públicos calificados de traiciones desde que fue su embajador en Estados Unidos, y la última, cuando planteó una divergencia en un viaje al que lo invitó el propio ingeniero, quien consideró esa declaración como una puñalada. Algo exagerado, claro.
Paradójicamente, sin embargo, el dúo Massa-Lousteau apareció en el último mes por vías diferentes como auxilio para robustecer la posible reelección de Macri: uno, para facilitar la aspiración provincial de María Eugenia Vidal a través de colectoras, y el otro, como eventual número dos en la fórmula oficialista. Mas allá del desenlace, según las encuestas, las dos figuras eran las que más podían sumar a la postulación del Ejecutivo. O, al menos, las que podían restarle volumen al combo de Fernández bis en la primera vuelta. Pero constituían una conquista contra natura: nunca se diluyó el resentimiento entre las partes, y nadie se atrevió a decir que el ataque de misericordia macrista obedecía a una gracia celestial por haberse asegurado su continuidad. Más bien, la esfumatura semejaba una emergencia. Al igual que, en el rubro empresario, el perdonavidas hasta decidió aproximar a figuras que desde su inicio en el Gobierno habían integrado a una lista negra para ser deportados, marginados, despreciados. En los últimos diez días aceptó recuperarlos, promesa de piedad para el futuro. En cambio, fracasó el propósito del operativo político. Con los dos que tal vez le sumarían adeptos a su lista. Macri satisfecho: no tolera a ninguno, y si el odio une más a los pueblos en lugar de separarlos, según Chéjov, esa afirmación gratifica al Presidente como si hubiera leído al ruso.
Fidelidades. A la inquina personal con Lousteau se agregó otro dato: cuesta incluir en la fórmula a un segundo que difícilmente cumpla los requisitos de sumisión exigidos, replicando a una Michetti que sin sonrojarse firmó un subsidio gigante a la tuneladora del primo Calcaterra en el Sarmiento. O un convenio discutible con Qatar por el gas , o un decreto sobre el Correo. No abundan las Michetti tan fieles al jefe, y Lousteau, por otra parte, es capaz de discutir hasta la ubicación del pan en la mesa. Puerta cerrada para un radical sui generis, sin demasiada asistencia partidaria, y habilitación para un concurso dispar en el que participaron Sanz –quien lo pensó 48 horas y luego rechazó– y hasta el vice de Vidal, Salvador, que dejaba un vacío para una próspera nominación provincial. Se apeló también en la conjetura intelectual a desheredados del peronismo alternativo, Pichetto y Urtubey, hasta que por último pareció avanzar un criterio de Duran Barba: el mantenimiento del cupo femenino, ideal para las propias (caso Stanley o Bullrich), más complejo para mujeres como la esposa de Schiaretti, una hija del finado De la Sota o una mendocina de la UCR (Montero) que algunos imaginan coronando la carrera en el último tramo.
Y con Massa se repitió la historia, no progresó ningún convenio que lo desviara de confluir en una suerte de peronismo unido.
Tarde fue la gestión, quizás; Massa –al que se espera que salga del vestuario para saber si va a la playa o a Alaska– desde hacía tiempo solo objetaba al Gobierno en sus declaraciones y negociaba con el cristinismo ubicación en las listas para su gente, en particular con el vástago Máximo, quien supo admirarlo al extremo de guardar las medias usadas en el fútbol de Olivos cuando el hombre de Tigre era jefe de Gabinete. Como si se tratara de un tesoro sin olor. Tiempos en los que el joven se iniciaba, por orden de su padre, como cabeza de La Cámpora.
En esta ocasión, Massa reconoce que su aparato partidario le recomendaba un pacto con Cristina –ocurrió en una reunión de congresales– y que su tercera vía se descolocó por obra y gracia de un Lavagna que jugó por su cuenta, mientras eventuales socios de la fracción (Urtubey, Pichetto, Schiaretti) lo desconocían y lo dejaban solo.
Se hundió entonces parte de la flota Alternativa Federal, ese núcleo que el Gobierno se empecinó en disminuir y, a último momento, cuando naufragaba, intentó rescatar. Al menos como una divisoria para la primera vuelta. No pudo, la arrogancia del odio entre las partes fue más fuerte.