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Milei baja del Olimpo

Antes de coronarse, el futuro rey está desnudo y sus socios se apuran a vestirlo.

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Privatizan el gobierno de Milei. | Pablo Temes

Hablamos de la inminencia de la hiperinflación sin acaso advertir que entramos de lleno en la hiperrealidad. Este concepto les provoca desconcierto a los adultos –que pasaron la mayor parte de la vida en el antiguo mundo– y es natural para los jóvenes, que viven sumidos en el nuevo, donde el límite entre lo real y lo virtual se torna borroso, en una sociedad hegemonizada por los medios de comunicación electrónicos y los artefactos tecnológicos. Ante el desenlace de una extensa campaña, que llevó al poder a la figura pública más insólita de las últimas cuatro décadas, se actualiza la pregunta acerca de qué cambios profundos en nuestra cultura comunicacional pueden haber ocurrido para que un político de las características de Javier Milei haya logrado alzarse con la presidencia.

Por cierto, en una columna periodística solo pueden ofrecerse indicios de una cuestión como esta, ya transitada por la sociología de la cultura y la comunicación, que adquiere relevancia a partir de la revolución política sucedida. En rigor, como decimos, no existe ninguna novedad: el fenómeno fue ampliamente descripto y analizado, y ya ocurrió en otros países. En principio, muestra la arrolladora colonización de la actividad política por parte de los medios, las redes sociales y los teléfonos inteligentes. “Nuevo espacio público” y “videopolítica” son, entre otros, tópicos que buscaron conceptualizar el fenómeno. Eso no agota las razones del triunfo libertario, pero lo ubica dentro de una cultura novedosa y en permanente mutación, que demanda nuevas herramientas interpretativas.

Parte de la gente ve un país sin otro rumbo que el desencanto y la frustración

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Que el presidente electo no impulsa la lucha de clases resulta evidente. Lo muestra la adhesión que obtuvo: una mayoría de votantes, predominantemente jóvenes, de todos los estratos sociales. Que no pertenece a la cultura del mérito, amasado con años de dedicación y perfeccionamiento, es también claro. Su figura, al modo de un Jesucristo superstar, emergió adulto en la vida pública y alcanzó en muy poco tiempo un éxito fulminante. Que tampoco expresa la lógica de la grieta como la conocimos hasta aquí es también notorio. Su énfasis en dividir se explica, más que por razones ideológicas, por la polarización emocional e instantánea que determinan los algoritmos. Hoy la lucha por el poder se decide antes en TikTok y X que mediante argumentos, aparatos y barricadas.

En cierto modo, los nuevos medios son los vehículos de dos experiencias originarias y universales: la seducción y el carisma. A ellas apelaron los líderes a lo largo de la historia. Contestando a los que consideran la seducción un artificio, Gilles Lipovetsky contrapone la idea de una sociedad que, más allá de objeciones morales, se rige por la “ley de gustar y emocionar”; bajo este régimen, antes que ser un artilugio, la seducción constituye un principio de organización social y económico. El carisma es la cualidad atribuida por los seducidos a los seductores: un poder que los eleva, sacándolos de las penurias cotidianas; una personalidad irresistible que deseamos ver, tocar y escuchar. Taylor Swift, que lo repudia, y Javier Milei, que la ignora, comparten la misma aura.

No ser una estrella de rock, como lo mostró su escenografía: esa es la vulnerabilidad del nuevo presidente. No es arriesgado pensar que los días que le restan para asumir los recordará como el supremo idilio que le concedió la vida. Ese período se llama “estado de gracia”, repotenciado en su caso porque llegó a esta instancia como un líder carismático. Esa forma de jefatura es un reflejo moderno de la religión. El líder religioso se legitima a través de los milagros; el líder político, a través de los éxitos, que son imperiosos si quiere conservar la magia. Para el presidente electo, se trata ahora –usando palabras de Nicanor Parra– de bajar del Olimpo, en este caso virtual. De descender de la seducción mediática a la árida administración de las cosas, de las utopías de la libertad a los estrechos márgenes de la necesidad, de la excentricidad del outsider a los parcos ámbitos protocolares. En definitiva, a Milei le llegó la hora de cambiar la hiperrealidad por la realidad.

El interrogante es cómo gobernará un país de centroizquierda con un programa de derecha thatcheriana

Como es obvio, las reglas de la realidad política son muy distintas a las que rigen la realidad aumentada. Por empezar, en la democracia, que es un juego de equilibrios y contrapesos, existen dos restricciones, que reducen la libertad a un eslogan. La primera son las relaciones de poder entre los actores que intervienen, la segunda son las reglas burocráticas que regulan la acción. Ambos factores le otorgan a la sucesión temporal un ritmo parsimonioso, que pone a prueba la ansiedad del líder. Muchas veces él cree que el éxito electoral disipará velozmente los impedimentos, pero la evidencia fáctica muestra que no es así. La democracia soft son los votos, la hard es lo que se describe aquí.

En este contexto, los desafíos del nuevo presidente lucen desproporcionados. Llega de un mundo ilusorio a una realidad extremadamente compleja. Su escenificación lo llevó a sobreprometer para cautivar, siendo fiel a la seducción que rige el espectáculo. No está claro cómo compatibilizará su debilidad política estructural con el desmesurado cambio que prometió. Y tampoco la urgencia del shock económico con el inevitable gradualismo del consenso político necesario para sustentarlo. Las primeras horas muestran que antes de coronarse el futuro rey está desnudo y sus nuevos socios se apuran a vestirlo.

Pero aún resta un interrogante mayor: cómo gobernará un país de centroizquierda –modelado por la cultura de sus dos grandes partidos históricos– con un programa de derecha tatcheriana, bajo el supuesto de que no hay alternativa. Más que el radicalismo inoperante, importa el peronismo subsistente que, aun perdiendo elecciones, conserva factores de poder cruciales, como sindicatos, movimientos sociales, gobernadores e intendentes. Hay que preguntarle a Macri.

Eso respecto de la economía, pero falta considerar los consensos tácitos sobre la dictadura militar, el aborto legal, las políticas de asistencia social, las nociones de justicia y equidad distributiva. Estos logros serán defendidos en el Congreso, pero también en la calle, ejerciendo el derecho a protestar. Hay que preguntarle a Patricia Bullrich.

 

*Sociólogo.