Extraños lazos nos unen con gente con la que jamás cruzamos siquiera una mirada en la vida. Hace un tiempo Clint Eastwood anticipaba a unos chicos españoles que habían logrado desenterrar y restaurar el cementerio de Sad Hill de la película El bueno, el feo y el malo, que a partir de ese momento debían habituarse a que la gente que no conocían les diera las gracias. Es algo que viven diariamente los actores de Hollywood (y no solo ellos), pero que sin duda sorprendería a un paracaidista como Felix Baumgartner.
La semana pasada Felix sobrevolaba en parapente motorizado el pueblo de Porto Sant’Elpidio, en la región de Le Marche, en Italia, y cayó, come corpo morto cade, en la piscina de un hotel. Tenía 56 años. Desde ese momento, las odiosas necrológicas en segunda persona se diseminaron por todas partes: en los diarios online, en las redes sociales, en los perfiles de todos los que admiraban sus proezas. Felix Baumgartner era austríaco, y se había hecho famoso en 2012 cuando rompió la barrera del sonido en el salto en paracaídas más alto de la historia, desde un globo aerostático a más de 39 km de altura, en la estratosfera. Ese salto se había postergado dos veces, hasta que ese 14 de octubre pudo llevarse a cabo. Felix tenía un tatuaje en el brazo que decía: Born To Fly.
Vi los largos preparativos de ese día junto a mi madre, y todo me recordaba aquel film del que hablaba André Bazin, que registraba el salto de un clavadista desde lo alto de la torre Eiffel a una pequeña pileta llena de agua que esperaba en el suelo, rodeada por la multitud. La cámara lo filmaba, y en el film se ve que a último momento el clavadista se arrepiente, retrocede, pero al recordar que todo estaba siendo registrado por ese ojo sin alma, salta, y claro, muere. Aunque Felix, filmado por una docena de cámaras emplazadas en el pequeño globo aerostático, no pareció dar la más mínima muestra de arrepentimiento. Cuando todo pareció estar en orden, desde la NASA le dijeron que podía saltar, y Felix se puso de pie, miró la redondez de la tierra bajo sus pies, saludó con la mano a los espectadores y saltó sin dudarlo un solo instante. El viaje hasta el suelo tardó poco más de cuatro minutos y veinte segundos. Pasó distintas etapas, en una de las cuales su corazón se detuvo dos veces, habiendo alcanzado una velocidad de 1.342 km/h. Una vez que llegó a una altura de 2.500 metros de la tierra, abrió el paracaídas y se dejó llevar largamente por el viento, simplemente disfrutando del paseo. Un helicóptero giraba alrededor de él, esperando que Felix tocara finalmente el suelo, y cuando eso ocurrió lo hizo con una gracia indescriptible: elegantemente, al tocar tierra, dando un pequeño saltito, dio dos pasos, se detuvo y se dejó caer de rodillas, como hacen los vencedores exhaustos y dignos.
Pero lo que más me llamó la atención de aquella proeza fue su modo de tocar tierra: yo mismo, bajando de un banquito a cuarenta y cinco centímetros del piso, no logro aterrizar con la elegancia de Felix Baumgartner. Y sin duda lo que hizo que lo recordara con tanto cariño es que fue lo último que hice con mi madre: ella murió tres días después. Contra lo que se pueda creer, me complace pensar que murió pensando en Felix y no en mí, rememorando su viaje estratosférico, decidido, arrogante, audaz y loco.
Tal vez, si alguna vez lo hubiese encontrado, me habría acercado a él, como hice otras veces con otra gente, para demostrarle mi devoción, y como ocurrió otras veces me habría quedado mudo, tratando de decir algo, buscando y al mismo tiempo tropezando con las pocas palabras que aparecían, hasta que, impotente, sin duda hubiese soltado un simple “Gracias”, que no habría representado ni la más mínima parte del amor que sentía por él, porque de alguna forma aquella tarde estuvimos los tres, mi madre, Felix y yo, pasando ese último momento juntos, un momento inolvidable para todos, pero especialmente para mí.