COLUMNISTAS
Desorientados

¿Olvidar para acordar?

El 95% de la sociedad argentina cree que hay que cambiar de rumbo. Pero no hay forma de encontrar uno en común.

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¿Vota en capital?, Karl Marx. | Pablo Temes

Jacques Rancière escribió su libro El desacuerdo. Política y filosofía en 1996, pero no podía imaginar que sus ideas serían tan apropiadas a la Argentina de 2023.

Blanco contra blanco. “Por desacuerdo se entenderá un tipo determinado de situación de habla: aquella en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro”. En este párrafo, el autor ya presenta un conflicto entre dos posiciones o posturas, y un desinterés: intentar comprender lo que dice el oponente. Pero el drama es más profundo que un problema actitudinal. Rancière profundiza lo que viene: “El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco, pero no entiende lo mismo o no entiende que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura”. La contradicción es tan profunda que ya el problema no es quienes dicen blanco y los que dicen negro. Allí podría existir un gris como punto intermedio.

El 95% por ciento de la sociedad argentina cree que hay que cambiar de rumbo. Pero no existe forma de encontrar elementos comunes sobre cuál es el rumbo correcto. De hecho, cuando se desmenuzan las políticas que se deberían llevar a cabo, cerca de la mitad de quienes quieren cambiar de rumbo plantea (quizás sin saberlo) que se debe hacer lo que viene haciendo el gobierno de Alberto Fernández. Sobre este elemento se montan tanto la sonrisa de Fernández como los comentarios desafortunados de la vocera Cerruti. Es cierto, buena parte de la sociedad cree que el gobierno (este, el anterior y el próximo) debe, por ejemplo, controlar los precios y generar trabajo. Cuando se profundiza sobre por qué no funcionan estos controles (bajo diversos nombres) cuando se realizan en forma prácticamente ininterrumpida desde 1952 (incluso bajo dictaduras militares), no hay respuesta. Sobre cómo generar empleo pasa algo parecido; nadie cree que se deban ampliar las plantillas estatales, por lo cual es un misterio cómo un gobierno determinado podría generar trabajo, sin que se trate del poco emocionante “generar las condiciones para”.

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Guerra de posiciones

La opinión pública es muy ingrata, se exigen remedios sobre temas en los que no se tiene la más remota idea sobre cómo solucionarlos; para eso (piensa) está el gobierno. En estos años, las propuestas de la mayoría de los candidatos se inclinan sobre respuestas genéricas sin atreverse a plantear proposiciones puntuales. La experiencia demuestra que cada vez que un político expresó algo puntual, cuando no lo pudo realizar quedó bajo metros de escombros, y de los errores de los demás también se aprende. Quizás se pueda exceptuar de este criterio general algunas gestiones municipales, donde las soluciones a la mayoría de los problemas se pueden encontrar en los renglones del presupuesto local y en la capacidad del gestor.

La vida como mercancía. Se debe decir que el único que expresa propuestas disruptivas es Javier Milei, pero como se sabe se viene explayando desde hace varios años particularmente de temas económicos. En cierto que, en buena medida, su desarrollo parte de los postulados de la Escuela Austríaca de Carl Menger, Von Mises y del más conocido Friedrich Hayek, ganador del Premio Nobel de Economía en 1974. Si bien el postulado más importante de esta escuela es el predominio de la propiedad privada sobre otra cualquier forma (estatal, comunal, etc.), su contribución más controversial es la teoría subjetiva del valor, por la cual el valor de un bien (y por lo tanto, su precio) está determinado por las valoraciones subjetivas de los agentes concurrentes en el mercado. Esta perspectiva se opone a otras escuelas liberales, como por ejemplo, la clásica ricardiana, donde el valor de un bien está definido por la cantidad de trabajo para producirlo, tradición seguida y corregida por Karl Marx.

Se debe decir que la escuela subjetiva del valor trae consecuencias que van más allá de lo estrictamente económico, ya que cualquier cosa valorada por los consumidores se puede transformar en mercancía y, por lo tanto, convertible a un precio. Esta teoría resulta irreductible y atraviesa cualquier apreciación moral sobre el amor, los cuerpos o el medio ambiente. Se trata de la mercantilización total de la vida. Por eso cuando Javier Milei es puesto a responder sobre cuestiones por fuera de la milla económica sus ideas resultan, cuando menos, chocantes. Sin embargo, el mayor vacío no se encuentra en la teoría económica (siempre perfecta, tautológica y autorreferenciada), sino en su aplicación, en la política económica.

¿Conviene decir la ‘verdad’?

Solo se trata de ganar. No es cierto que en la Argentina no haya un sistema económico; la formación predominante es capitalista, pero heterocentrada. Es decir –y esto se debe plantear mirando la historia desde la colonia hasta nuestros días–, el país nunca logró centrar sus procesos de acumulación (básicamente, inversión productiva) en el desarrollo de sus mercados, como lo hicieron otros países predominantemente agropecuarios. Incluso el cepo cambiario, creado en teoría para cuidar las reservas, se transformó en el mecanismo más agresivo de financiarización del capital productivo.

En este sentido, hay que olvidar a Juan D. Perón, cuyas políticas de tomar renta agraria mediante la nacionalización del comercio exterior para invertir en miles de empresas estatales fueron fracasadas. El motor del desarrollo exitoso de aquellos países de base agraria fueron las burguesías nacionales. Hoy desde el kirchnerismo y la izquierda en general se mira con curiosidad los modelos mixtos de autoritarismo político y capitalismo económico impulsados desde el Estado. Hace pocos días, Cristina contó con admiración que durante muchos años en Corea del Sur no se podía viajar al extranjero. En efecto, esto fue así entre 1960 y 1987; el control estatal sobre el mercado de capitales era total, pero se hizo en alianza con los “chaebol”, los grupos familiares que terminaron controlando todo el flujo económicos del país. El siguiente modelo que empieza a ser atractivo es el chino, más allá de que algunos vean en aquel país una reproducción del modelo colonial inglés.

* Sociólogo (@cfdeangelis)