En octubre de 2014, Paloma Herrera anunció su retiro en una conferencia de prensa de la que participé junto a varios colegas. Desde un escritorio dispuesto para la ocasión, mirando alternadamente a cada periodista, dijo: “Ahora el mundo ha cambiado y eso se traslada al ballet. La gente está todo el tiempo en internet, con el celular en la mano, hipercomunicada por vías virtuales. Yo no quiero ser parte de eso. Sé que la vida va para allá y que tal vez lo mío sea un pensamiento un poco dinosaurio, pero creo que, debido a los cambios globales, el mundo del ballet es un poco más ligth, menos apasionado, con menos compromiso. Yo me quiero quedar con el momento que viví, que fue de gran intensidad y pasión. El mundo va a camino a otra cosa que no me tienta tanto, prefiero quedarme con cómo eran las cosas en los tiempos en los que yo las viví”. Que una de las bailarinas más importantes de la historia –algo que no pueden discutir ni siquiera los que no entienden un pomo de danza– se filiara a un dinosaurio me desconcertó. Ahora entiendo que sus miras eran más amplias que las mías y que sabía que la hiperconectividad tiene demasiado que ver con la estandarización del quehacer artístico y la pérdida de potencia de las expresiones humanas. Si hasta Marguerite Duras la había visto venir décadas antes, cuando presagió: “La robotización, la telecomunicación, la informatización le ahorran todo esfuerzo al hombre para terminar embotando sus capacidades creativas. El riesgo de la humanidad es terminar achatada, sin memoria”.
En su voluntad de sobrevivir, al menos nominalmente, hay artistas que se sienten obligados a aggiornarse, a riesgo de traicionar la esencia de su arte, caricaturizarse o perder credibilidad. A diferencia de los muy jóvenes, hijos dilectos de lo tecnológico, ocasionalmente hábiles para dar con expresiones y lenguajes nuevos de manera orgánica, los que pasaron los 30 o 40 caen a menudo en la tentación de sobreactuar modernidad para hacer juego con los tiempos. A veces, el resultado es atractivo, pero a veces es como el de una cirugía plástica mal hecha. Por el empeño en no emanar olor a naftalina, muchas producciones culturales contemporáneas pueden percibirse bien paradas dentro de pequeños guetos, pero al poner un pie afuera la ilusión tambalea. Sobre todo si se nota mucho que forma y contenido se diseñan en función de no quedar atrás, sin aspirar a mayores trascendencias. Parte del problema tiene que ver con que el payaseo ajeno a la idea de excelencia está más de moda que meter palabras en inglés cada dos frases. Lejos de la solemnidad preinternet, las gobernanzas globales legitiman la parodia y el cinismo entre el resto de la gente, que lo mira, ya no por TV, sino por celular. Mientras tanto, el que no necesita o no quiere acatar como un olfa cada ítem impuesto por la época puede arrogarse la rara capacidad de ver cenitalmente el mundo, al igual que un ave con alas más largas que las de una gallineta, tipo la paloma, o como un muerto que fue muy bueno en vida.