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Pedagogía de las estatuas

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| Cedoc

Existe, qué duda cabe, esa “pedagogía de las estatuas” de la que habló Ricardo Rojas a comienzos del siglo XX. Existe y cumple una función de importancia en el repertorio de recursos simbólicos de eso que alguna vez se llamó “educación cívica”. Lo que me gusta de esa pedagogía es que transcurre en espacios urbanos y se la “lee” en los recorridos que hacemos por calles y plazas, por parques y por avenidas. Mi escena favorita es la que se produce en Plaza San Martín. A la vera de esa plaza, justo a un costado, cabizbajo y de a pie, está Esteban Echeverría, sujetando un libro. Y enfrente, en la parte más alta de esa plaza que lo nombra, enhiesto y de a caballo, está José de San Martín, enarbolando una espada. El héroe del romanticismo literario y el héroe de la épica de guerra ofrecen, cada cual, su pedagogía; pero hay otra pedagogía que resulta de su combinación, y el relato resultante ha de variar según se camine en una dirección o en otra.

Existe, pues, una pedagogía de las estatuas. Dispuesta, como no podía ser de otro modo, desde el poder (¿y desde dónde, sino desde el poder, habría de instrumentarse una pedagogía de esta índole?), expresión de una dominación histórica (¿y qué otra cosa, sino la dominación en la historia, habría de expresar una pedagogía de esta índole?), habilita por eso mismo las preguntas pertinentes para una política de la emancipación: ¿cómo ejercer un contrapoder para oponerle a ese poder, cómo ofrecer resistencia a los dispositivos de la dominación, cómo contrarrestar esa pedagogía de los opresores con una pedagogía de los oprimidos?

Lo que es a mí, no me convence el recurso de tirarlas abajo, tan en boga por estos días, ni tampoco el de adosarles grafittis altisonantes. Conozco ese fervor de derribamientos: confieso que en aquella noche del año 82 en que fue volteada la estatua de Georges Canning en esa otra plaza, enfrente de la San Martín, que dejaba de llamarse Britannia para pasar a llamarse Fuerza Aérea Argentina, yo estaba ahí, exaltado, agitado en maldiciones y vitoreos, dispuesto a cobrarme en estatuas lo perdido en el frente de guerra. Ya no soy ese que fui, ya no cultivo esas pasiones. El otro día, por otra parte, descubrí que aquella estatua de Canning, que yo di por abolida, se acomodó en verdad en otro sitio, no muy lejos del anterior, en las verdes bajadas de Recoleta, que persistió o que retornó como retorna, por irresuelto, lo reprimido.

Tirar abajo las estatuas hoy me resulta un tanto pobre como argumento, bastante endeble como refutación, puro arrebato. Señalar, aerosol en mano, estigmas de discriminaciones de época, no supone una falsía, pero cae en la obviedad. ¿A qué viene tanto énfasis y tanto aire de revelación, si nada de lo que a viva voz se profiere se ignoraba ni estaba oculto? La historia no es sino historia de sometimientos y de luchas, de sojuzgamientos y de rebeldías, de poderes que se imponen y subalternos que se emancipan. El volteo de estatuas funciona como supresión, a modo de tachadura; semejante a lo que se intenta al impulsar la prohibición de libros, de películas, de cuadros, de canciones: todo un goce de censuras que no aporta demasiado a una crítica de esas ideologías que se quiere poner en cuestión, pues para eso hay que leer, hay que conocer, hay que elaborar; hay que interferir esos discursos con otros que los pongan en crisis, hay que hacerlos caer por sus propias debilidades de sustento, más que tumbarlos a mazazo limpio o que taparlos con listas negras de un index de inquisición.

No habría que descartar, tal vez, que en esto de las estatuas tiradas haya algo de las terapias gestálticas, esas en las que el afectado se descarga golpeando o zamarreando un muñeco o una almohada. Puede que con ese método se consiga algún alivio circunstancial, pero el mundo subjetivo no se está revisando de veras, y el mundo objetivo, ni que decirlo, queda siempre tal como estaba.

Esto por no hablar de las estatuas tiradas alguna vez por error, arrancadas sin sopesar en horas pasadas de agitación. ¿En cuáles estoy pensando? En las de Lenin, por supuesto.