La elección del 22 de noviembre es blanco o negro; Macri o Scioli. Pero después de ese día, todo y nada puede pasar. Gane quien gane, y tal como están hoy las cosas en la economía, la sociedad y la política, la crisis puede prolongarse y agravarse; aumentar la corrupción, la violencia. En fin, una nueva frustración.
La otra posibilidad es que la política habilite el camino hacia la normalidad institucional y social, el equilibrio económico y el aprovechamiento de las posibilidades del país. Es esa difusa esperanza la que expresaron las urnas. El tema es saber qué chances tiene de corporizarse.
La mayoría de los ciudadanos reclama “un cambio”: basta de kirchnerismo, la última versión del peronismo en el Gobierno. Lo interesante es que de ese voto opositor –algo más del 60% de la ciudadanía– más o menos la mitad son peronistas.
La gran novedad es entonces la división explícita del peronismo, ratificada esta semana por quien capitalizó esos votos: Sergio Massa. Tanto él, que proviene del liberalismo, como Roberto Lavagna y José Manuel de la Sota, peronistas de antigua data, afirmaron que “no votarían a Scioli”, o sea que votarán a Macri, a menos que no voten o lo hagan en blanco. El único en relativa discordia fue Felipe Solá, quien alegó que a un peronista “le resulta difícil votar a Macri”. Esto podría considerarse un llamado a los peronistas a votar a Scioli, pero Solá subrayó: “Representamos cinco millones de votos que expresan un cambio. Hicimos propuestas concretas que nos identifican. Le decimos al votante que es libre para decidir por quien quiera (…) Hay que hablar con Macri y Scioli y tener una propuesta superadora”. Solá fue muy duro con La Cámpora, de la que dijo que “dividió a Scioli y no me merece el menor respeto”. Y puesto que La Cámpora es el kirchnerismo, el llamado es claro: si Scioli rompe con Cristina Fernández se puede conversar, antes o después del 22 de noviembre.
Es la primera vez que se consolida un fuerte sector peronista de talante republicano, o que al menos está dispuesto a aceptar acuerdos, electorales o de gobierno, con adversarios. Parece haber, o incubarse, la conciencia de que harán falta pactos; que nadie podrá gobernar si no los concreta. Basta imaginar un gobierno de Macri azuzado por el peronismo kirchnerista y el Frente Renovador de Massa, que trataría de rearmar al peronismo desde la oposición. O a Scioli presionado por La Cámpora, sin mayoría en diputados y con la mitad del sindicalismo en rebeldía, ya que la crisis presiona y al peronismo sindical le han salido rivales poderosos y combativos que le disputan el terreno. Así, cualquiera de los dos debería enfrentar la crisis con las manos trabadas, ya que toda medida que apuntase a resolverla, del cuño que fuese, sería un argumento en contra esgrimido por una oposición diversa, pero mayoritaria.
Scioli no tiene casi margen para cambiar, porque si de aquí al 22 se distancia del kirchnerismo –ya hay señales de eso– corre el riesgo de ganar votos por un lado y perderlos por otro. Macri, que podría ganar sin pactos previos, debería formalizarlos luego para gobernar. En cualquier caso, el ganador deberá pactar si quiere gobernar con alguna chance. Y cualquier pacto debería incluir al peronismo, que por primera vez se encontraría así en situación de asumir compromisos y responsabilidades republicanas.
¿Estarán unos y otros a la altura? La necesidad parece evidente; las posibilidades de concretarla, también. Un pacto serio, no meramente electoralista, con objetivos claros, debería incluir enérgicas medidas para desarticular la herencia del último peronismo en la economía, la Justicia, ciertas leyes, el aparato de Estado, la corrupción, la delincuencia organizada, la diplomacia… en casi todo.
En este caso, y cualquiera fuese el liderazgo, el camino sería lento y duro, pero hacia adelante. Lo otro, ya se sabe: más de lo mismo, pero agravado.
*Periodista y escritor.