En el relato La muerte de la emperatriz de la China, Rubén Darío hace que un escultor oiga “un gran ruido de fracaso en el recinto de su taller” provocado por su mujer, quien, por celos, rompe una estatuilla que el escultor atesoraba. La frase sólo se comprende del todo si se recuerda que fracas, en francés, significa estrépito y fracasser es romper con violencia. El “fracaso” dariano es un galicismo y la frase “ruido de fracaso”, en este contexto, equivale a “rey de reyes”, que se suma a los sentidos más obvios, pero sin cancelarlos del todo: ruido de rotura y violento fracaso de la idolatría (callejón sin salida de las religiones, pero también de las políticas).
Pues bien, 2016 será recordado no como el año en el que la globalización capitalista y el Estado Universal Homogéneo se derrumbaron (hay que ignorar bastante los procesos históricos para entender las elecciones en Gran Bretaña, Colombia y Estados Unidos en esa dirección), sino como el año en el que quedó claro el fracaso estrepitoso de los proyectos compensatorios del Estado: ¿para qué seguir maquillando los proyectos de dominación política y explotación capitalista con sedicentes gobiernos de izquierda si la gente está dispuesta a votar con algarabía, en USA, en Argentina, y pronto en Francia, en contra suya?
La concentración de capital financiero continuará, las desigualdades se profundizarán, los países periféricos que soñaron con beneficiarse de las migajas de los tratados de libre comercio perderán hasta la capacidad para zurcirse las medias y lo más probable es que, cada vez con mayor frecuencia, la Guerra Civil Mundial, que hasta ahora funcionó en sordina y enmascarada en turbias razones de “seguridad”, se descontrole en cualquier parte, porque ni las batallas raciales, ni la violencia de género, ni la indignación de los excluidos encontrarán freno o protección. El estrépito del fracaso nos va a aturdir.