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Sin respuesta

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El otro día vi un bodrio pretencioso llamado “Anatomía de una caída”, una de esas películas a las que le dan premios con nombres como Palma de Oro, Corona de espinas, o algo así, en ciudades lindas como Cannes o Mar del Tuyú, o en algunas otras de esas, mucho no me acuerdo, y además, de cine no sé nada. La película básicamente consiste en la historia de un tipo que quiere escribir y no lo logra, y que se suicida, entre otras razones, porque el editor no le contesta los mails. Si fuera por editores que no responden mails, conozco uno (un gordo desaliñado que usa remeras de pendeviejo, de esos con prestigio muy sobrevalorado) que debería haber sembrado un tendal de autores suicidas. Pero por alguna curiosa razón, nada de eso le ocurrió. La literatura es una forma subrepticia de la paciencia.

Pero pensándolo bien, ¿por qué hay que cumplir con el mandato de responder? Si leemos las viejas cartas, en la época en que existía el género epistolar, encontraremos expresiones como “Al fin llegó tu carta”, “Extrañaba tu respuesta”, o, como lamento, “creo que la última carta que te envié no llegó nunca”. Pero ahora, la presión por la respuesta se incrementó exponencialmente: mails, wasap, todo tipo de redes sociales, todo el tiempo estamos en falta y no logramos responder. Muchas veces llego a pensar que no responder es un gesto, casi, de generosidad. Por ejemplo, hace meses le escribí a mi amigo V.J, a México, para tener noticias suyas, sin respuesta hasta el día de hoy. ¡Lo felicito! ¡Cómo no se me ocurrió a mí! También hace meses, mi amigo W.P., de San Pablo, me mandó un wasap intempestivo que solo decía: “Tengo un montón de novedades para contarte, te escribo largo por mail”. Por supuesto ese mail nunca llegó. ¡Alegría! ¡El misterio continúa, qué mejor!

Otra categoría, diferente pero cercana, es la de las personas a las que queremos escribirle, estamos cada día por hacerlo, pero nunca lo concretamos. Hace meses que pienso en A.C., y nunca le escribo (¡Él tampoco lo hace! ¡Pero bien que me reclama cuando una vez por año nos vemos!). Pues, querido A.C.: no te escribo porque…. bueno, no sé por qué… desde que dejé de fumar me muerdo los dedos y me duelen cuando tipeo, no hace falta que me creas, pero así son las cosas.

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En 1826 William Hazlitt publicó “The Pleasure of Hating” (El placer de odiar), texto que, entre muchas ediciones en castellano, se consigue en traducción del inefable Ricardo Baeza (el adjetivo es de Luis Chitarroni en una de sus novelas), con prólogo de Adolfo Bioy Casares, en una compilación de la vieja editorial Jackson llamado Ensayistas ingleses. Decir ensayistas ingleses es sinónimo de inteligencia e ironía, rasgos evidentes en el texto de Hazlitt: “El placer de odiar, como una sustancia ponzoñosa, roe el corazón de la religión (…) ¿Supone nadie realmente que el amor inglés a su país entraña un verdadero sentimiento amical ni el menor deseo de servir a sus compatriotas? No; lo único que supone es odio hacia los franceses (…) Este principio es de aplicación universal”. No me cabe duda de que si Hazlitt viviera hoy escribiría un ensayo llamado “El placer de no contestar”.

Por supuesto que de esta generalización (¡Ah, las generalizaciones son odiosas!) quedan exceptuados los hijos, que tienen la obligación de responderle los wasaps a sus padres con segundos de demora, no más.