La Argentina enfrenta un escenario inédito de ballottage para noviembre, algo que nadie vaticinó pudiera darse en los términos actuales y que con el correr de los días viene acompañado de la implosión creciente del peronismo. Hoy observamos una vertiginosa dinámica recursiva: a más declaraciones, cruces y reproches entre kirchneristas, sciolistas y peronistas de todo rubro y provincias, mayor el debilitamiento de la ya golpeada candidatura oficialista de Daniel Scioli.
Los dichos críticos del director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, sobre los gustos musicales de Scioli, la alusión a los “desgarramientos” y las “caras largas” con las cuales irían a votarlo, o las posteriores sugerencias de que lo mejor es crear un frente inclusivo con figuras progresistas, poco han contribuido a fortalecer al candidato del oficialismo. Más bien, las declaraciones de varios de los voceros de Carta Abierta y las de Hebe de Bonafini han transparentado, con la crueldad que imprime siempre la derrota, la intención que tenía el kirchnerismo de liderar el peronismo en un eventual gobierno conducido por Scioli. En ese marco, todo suena a sincericidio, incluso la imposibilidad de nombrarlo –como sucedió en el último discurso de la Presidenta–.
Es cierto que en estos 12 años pocas veces el peronismo dio imagen de unidad, pero los triunfos electorales de Cristina Kirchner y sus articulaciones hegemónicas dieron paso a un liderazgo férreo y centralizado. Ahora, la derrota en la provincia de Buenos Aires y el inesperado avance del PRO a nivel nacional aceleraron el tránsito hacia el poskirchnerismo. Incluso si Scioli llegara a triunfar el 22 de noviembre, todo indica que su gobierno tendrá mucho más que ver con el modelo de la Liga de Gobernadores que propugnaba Duhalde en 2003 que con el peronismo de clases medias que defendió Cristina, acompañada por sectores de la cultura, entre ellos Carta Abierta, medios de comunicación oficialistas y artistas beneficiados por el presupuesto del Estado.
La propuesta del gabinete de Scioli ya evidenciaba este giro, con la incorporación de varios gobernadores en sectores clave. Por ello, la fotografía más impresionante de estos últimos días se vio en la asunción de Juan Manzur, en Tucumán, que muestra el aeropuerto jalonado por una larga fila de jets de los gobernadores peronistas que viajaron para acompañar al gobernador electo (en las que fueron además las elecciones provinciales más controvertidas del año). Claro está, esta expresión del peronismo conservador, que vertebra un discurso pseudofederal y tiene como base los feudos provinciales, está más cerca de la derecha, esto es, del macrismo, aunque no tenga ni su mística empresarial ni el aura de sus jóvenes políticos aparentemente incontaminados.
Por otro lado, ya hace rato que el kirchnerismo dejó de ser una expresión de la centroizquierda, aun si se aseguró el cuasimonopolio de este espacio en la última década. Así, la implosión y desnaturalización del progresismo, convertido en un populismo clásico, fue la antesala de la implosión del peronismo. Una señal del estado terminal del progresismo fue sin duda el apoyo a la candidatura del multifacético Aníbal Fernández a gobernador de la provincia de Buenos Aires, cuyo lenguaje jauretcheano y sus dichos chistosos eran festejados incluso por ciertos intelectuales, minimizando o desestimando las denuncias acerca de su complicidad con la policía y el negocio del narcotráfico en la Provincia, como si ello fuera sólo parte del “relato” de la oposición.
En suma, cada tanto la Argentina celebra que el peronismo no sea imbatible. Mientras tanto, el peronismo vuelve a su juego, pues si bien se sabe infinito no desconoce el mensaje de las urnas. Gane Scioli o desaparezca éste del tablero político, la tendencia apuntará a que éste se rearme, asentado en la gestión más federal del poder, hasta que lo aglutine un nuevo liderazgo.
*Socióloga y escritora.