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Asuntos internos

Una escuela de libreros

16-4-2023-Logo Perfil
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Cotidianamente compruebo la idea errada que determinados vendedores tienen de su oficio. Sin importar lo que vendan, desde fundas para celulares hasta libros antiguos, el vendedor cree que su labor consiste en abrir la venta, no en cerrarla. Dicho de otro modo, se comportan como aquella Policía Federal que en los años de la dictadura tenía la obligación de cumplir con determinada cantidad de detenidos diarios en la comisaría, y para ello, cuando al cabo del día se encontraban con que no habían cumplido la cuota, esperaban a los incautos a la salida del colegio nocturno donde yo cursaba el 4to. año, y nos llevaban presos en manada. No importaba en lo más mínimo la calidad del detenido, solo importaba el número. Ciertos vendedores se manejan igual, como si lo que importara fuera meter gente dentro del negocio. A eso me refería con abrir la venta: son capaces de iniciar la transacción, pero son incapaces de cerrarla. ¿A qué me refiero con cerrarla? A eso, a darle fin, a concretarla, a que el cliente se lleve lo que deseaba. Luego de unos pocos segundos de exagerada simpatía los vendedores se convierten en burócratas inamovibles, intransigentes y sordos. Es algo que me molesta en todos los rubros, pero que me resulta particularmente antipático en relación a los libros.

Y no es que crea que los libros son algo superior a, digamos, los zapatos o los repuestos de automóviles: es que de zapatos y repuestos no se prácticamente nada, o sé prácticamente muy poco, en cambio sobre libros sé algo, y sobre la venta de libros también, ya que me dediqué al oficio de librero durante unos largos veinte años. 

Pongamos un ejemplo ilustrador: veo un libro en italiano de un autor ignoto publicado hace cincuenta años sobre la historia de una revista ya extinta que no conoce nadie. El precio me parece exorbitante, pero al mismo tiempo sé que soy el destinatario de ese libro, o mejor el único destinatario posible de ese libro. Le escribo al librero diciéndole que si bajara el precio podría comprarlo, pero que a ese precio me resulta inaccesible. El librero responde con un lacónico: “No”. Eso ocurrió hace cinco años, y como era de esperar el libro sigue estando allí, a un precio estrafalario, cada vez más lejos de mi bolsillo. Y es que un libro usado (como un auto, como cualquier cosa) no tiene un precio; el precio es el que el librero pretende, pero eso no es todo: el precio es también y sobre todo aquel que alguien está dispuesto a pagar. 

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Puedo entender perfectamente que alguien ponga un viejo libro de César Aira a un precio exorbitante esperando que se lo compre alguna universidad americana. Es una buena razón. También acepto que alguien estipule un precio muy alto por un libro del que en realidad no quiere desprenderse. Lo entiendo. Pero hay libros, y un buen librero es capaz de detectarlos, que solo tienen un destinatario. Y si ese destinatario por algún increíble azar aparece, hay que hacer que se lo lleve como sea. 

En mis años de librero no logré crear una escuela. El que sí logró crearla fue Elvio Vitali, el responsable de las librerías Gandhi de Buenos Aires en los años 90, más tarde Director de la Biblioteca Nacional. Por su historia personal, es decir por sus convicciones y esperanzas, Vitali poseía un don raro en un librero: la empatía. Cuando alguien hurgaba en los bolsillos buscando un billete para poder comprar, no sé, un libro sobre el concepto de bloque histórico en Gramsci, Elvio hacía una pregunta eficaz: “¿Por qué necesitás este libro?” Y como la mayoría de las veces la respuesta era meticulosa y satisfactoria, a esa pregunta seguía otra: “¿Cuánto tenés?” Y así, como diría Raymond Carver, la discusión quedaba definitivamente zanjada.

Hace falta que también los libreros vayan a la escuela.