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celibatos

Una propuesta divina

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Uno de los aspectos que me resultan atractivos en la Iglesia Apostólica Romana es justamente el del celibato. Me atrae esa determinación, la de entregarse por completo a Dios, es decir en cuerpo y alma. Porque el que se dispone a entregarse en alma, que es lo profundo y trascendente, ¿cómo no habrá de hacerlo en cuerpo, que es lo eventual y transitorio? Para aquellos que postulan una versión metafísica de la vida y la existencia humanas, aplicarse a la contención física no puede ser sino un asunto elemental. Se casan con Dios: metáfora cabal de una entrega que no admite infidelidades ni audacias de parejas abiertas, impropias de un enlace en escala divina.

El voto de castidad es, a mi juicio, una decisión adecuada para los ministros de una doctrina que ve en el cuerpo y en sus tentaciones, en las fiebres de sus deseos, en tocar o entrar sin procrear, tan sólo ardides de Lucifer. Allí donde la disciplina del cuerpo es suprema virtud resulta finalmente adecuado que existan quienes quieran llevar ese ejemplo hasta lo máximo.

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Se dirá, se dice, se dijo: que al prescindir del matrimonio terrenal, los curas al final desbarrancan en atroces pedofilias, abusos y aberraciones por demás abominables. Pero, ¿qué clase de argumento es ese? Más parece una amenaza, más parece una extorsión: pretender que conviene renunciar a la virtud y el bien para evitar males mayores.

Yo pienso que el que se une a Dios no debería declararlo insuficiente ni mostrar que semejante unión no le basta. Valoro que, con esa entrega de espíritu, asuma una renuncia del cuerpo. Y quienes sienten que no pueden hacerlo, pues entonces que no lo hagan y no sean curas o monjas. Y si resulta que ninguno puede, entonces que ninguno lo haga, entonces que ninguno lo sea.

Habrá llegado entonces la hora de un mundo sin sacerdotes, tal vez de ninguna religión, y de ver qué tal nos va: si mejor o peor que hasta ahora.