Por Juan Luis Bour
En materia laboral, la Administración de Cambiemos se caracterizó en los primeros dos años y medio por una agenda novedosa respecto de todo lo observado en la década previa. Entre otras cuestiones, en un contexto de muy alta inflación se privilegió la negociación colectiva en lugar de intervenir en el mercado en forma directa, procurando reducir la injerencia del Estado Nacional en negociaciones que deben ser más descentralizadas –el caso de los docentes-, se vetó una ley que restringía despidos, se reformaron normas en materia de riesgos del trabajo, se comenzó un programa de reducción gradual de impuestos al trabajo, se procuró –con poco éxito es cierto- transformar los programas sociales en empleo privado, se redujo la tasa de crecimiento del empleo público desde más de 4% anual a poco menos de 0.5% anual en 2018. No se trata de un cambio copernicano, pero es un punto de giro hacia un escenario más flexible y facilitador del empleo.
Las cosas empezaron a cambiar con el estallido de la crisis fiscal en 2018, que derivó en la necesidad de ajustar en poco más de un año lo que no se había hecho antes. La primera víctima fue la rebaja de impuestos laborales -parte del paquete fiscal para 2019-. Ahora volvemos al pasado con dos medidas bien conocidas: un aumento general y obligatorio de suma fija, a lo que se suma “poner un poco de arena” en los engranajes del mecanismo de despido.
Alguien podría señalar que los objetivos no son económicos sino políticos: se trata de desactivar el paro general convocado por la CGT para fines de noviembre. Si ese fuera el (único) objetivo el éxito de la medida probablemente quedará limitado a la suspensión del paro sólo por una porción del sindicalismo. Otros sectores políticamente opositores –incluyendo sindicatos privados con fuerte poder de movilización, sindicatos de trabajadores públicos, piqueteros y movimientos sociales- tienen un medio muy simple de oponerse a la decisión, reclamando un bono más alto para ellos y la generalización del “bono básico” a trabajadores informales, jubilados, y todo el universo de planes y programas sociales.
No es claro quién ganará en tal escenario de confrontación abierta, y si resulta preferible a un escenario de mayor racionalidad económica que permitiría alguna mejora de ingresos transitoria pero menos gravosa para la economía.
A modo de ejemplo, desgravar sólo por diciembre las remuneraciones (hasta un tope en pesos predeterminado) del pago de aportes personales permitiría un aumento del ingreso neto de los mismos asalariados, con mejoras proporcionales a sus ingresos. La medida tendría un tono menos impactante para los sindicalistas que desgravar ganancias, pero sería mucho más general y habría distintas formas de recuperar (al menos parcialmente) el costo fiscal de la misma. Con ello se evitaría el impacto negativo sobre el sector privado del “bono obligatorio”, una medida arbitraria e ilegal en cualquier país de mediano nivel de desarrollo.
Si los objetivos del bono son económicos, además de políticos, es una medida subóptima desde casi cualquier punto de vista. En términos de quién lo paga, cabe suponer que el bono es adicional a lo que se acuerda en convenios, ya que de no ser así (si el adicional fuera absorbido por los aumentos que se están negociando) la cuestión carecería de sentido.
Cabe asumir entonces que la medida procura que las empresas privadas aumenten forzosamente el gasto en remuneraciones en un trimestre en que el PIB está cayendo más de 6% respecto del cuarto trimestre de 2017 (a lo que le seguirá el primer cuarto de 2019 con una caída similar), los impuestos van para arriba desde septiembre y el crédito se cortó drásticamente -no tanto para el sector público que siempre tiene el recurso de acceder al FMI sino para el sector privado que carece de “prestamista de última instancia”-. Un aumento forzoso del gasto en el insumo laboral puede ser irrelevante para empresas que tengan pocos empleados y exporten la mayor parte de su producción, pero envía a concurso preventivo a empresas trabajo-intensivas y que vendan al mercado interno.
El burócrata que aceptó la idea del bono no se fijó en ello, no hubo tiempo. La CGT lo pensó mejor. Habrá que seguir de cerca la reacción de las empresas en términos de suspensiones de personal –que vienen creciendo- y de despidos –que hasta aquí crecieron menos que en recesiones previas-.
En términos del impacto del bono sobre el consumo, hay muchas cuestiones por evaluar. Si parte del bono se absorbe por los convenios el impacto es bajo. Si incluye a informales y perceptores de planes sociales, porqué el Estado tendría que involucrarse con los formales interfiriendo en la negociación colectiva? Si lo que se quiere es dar una señal para que las convenciones colectivas ajusten para arriba podría haberse utilizado el instrumento del salario mínimo (aumentar por ejemplo el mínimo desde diciembre o enero, forzando por dicha vía indirecta ajustes adicionales en los convenios colectivos), en lugar de hacer mandatorio un determinado aumento y ofrecer crédito barato al que no pueda pagarlo.
Es probable que el bono no mejore sustancialmente el consumo, que tenga costo fiscal por el traslado a otros universos no cubiertos, que la suma fija sea una pésima idea en términos distributivos por las filtraciones que favorecen a jóvenes y otras personas de familias eventualmente no pobres que perciben ingresos laborales bajos, que la suma fija deteriore incentivos, y que se incorpore más adelante como suma “remunerativa” teniendo el mismo impacto que se quería evitar.
A esta decisión sobre los salarios –cuyos resultados económicos podrían haberse logrado por mecanismos no disruptivos- se agrega la idea de trabar el mecanismo de despidos. La combinación de ambas medidas plantea un retorno al pasado del cual la retórica y los hechos parecían mostrarnos que habíamos empezado a escapar. Parece que nos equivocamos, seguimos en el “día de la marmota”.