No hace falta ser un genio para, de visitar Argentina, querer conocer las sierras de Córdoba. Y Einstein, que ya había ganado el Premio Nobel de Física en 1921, lo era. Estaba considerado el cerebro más brillante del mundo. Por eso, cuando estuvo un mes en Argentina, en 1925, visitó el Dique San Roque y almorzó en La Falda. Y, tras una larga recorrida serrana, dijo que esos paisajes le eran más atractivos que los de la misma Suiza, país del que era ciudadano.
Había dado conferencias en La Plata, se había alojado en el barrio de Belgrano en Buenos Aires y llegó por ferrocarril a la Estación de Trenes de Córdoba, esa que está frente a la Terminal de Ómnibus. Alojado en el Hotel Plaza, dio una charla en la Facultad de Derecho en la calle Trejo. Pero, justo es decirlo, las conferencias lo aburrían mucho. Cuando unos años antes, brindó una en Berlín, aprovechando que era muy conocido por sus teorías pero casi nadie lo reconocía físicamente, le dijo a su chofer, que ya había presenciado cien veces la misma conferencia, que la diera él. Total, nadie se daría cuenta.
Cuando el conductor terminó de darla, uno de los espectadores le hizo una difícil pregunta al improvisado conferencista. Él, tras pensar un momento, contestó: “La respuesta a su pregunta es muy fácil. Tanto, que dejaré que mi chofer, que está sentado al fondo, se la conteste”. Y, señalando al adormecido genio de la física, le cedió la palabra.
Se llamaba Albert Einstein y deslumbró a la ciencia mundial. Y hubo un tiempo, sin embargo, en que se lo podía encontrar en el centro de Córdoba, tomando un café con medialunas, en la calle Buenos Aires frente al actual bar Sorocabana, preguntándose con qué otro paisaje de ese país extraño, a la tarde de ese día, se habría de deslumbrar.
(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.