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CóRDOBA
HISTORIAS ASOMBROSAS DE CÓRDOBA

Cuando entre 1950 y 1970 el hombre más rico del mundo era un ciudadano argentino

Eran, definitivamente, otros tiempos. Él era un joven griego de Esmirna, nacido cuando esa ciudad de Turquía era colonia de Grecia, que a los 17 años, enemistado con su padre, se vino a Argentina en la tercera clase de un barco y consiguió trabajo de mozo.

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Eran, definitivamente, otros tiempos. Él era un joven griego de Esmirna, nacido cuando esa ciudad de Turquía era colonia de Grecia, que a los 17 años, enemistado con su padre, se vino a Argentina en la tercera clase de un barco y consiguió trabajo de mozo.

Era en el bar ‘El Estaño’, que estaba en Corrientes y Talcahuano, muy cerca de la pensión en que vivía, en Corrientes y Pueyrredón. En esa Buenos Aires de 1923, pronto progresó. Se hizo verdulero, pero el gran salto lo dio cuando trabajaba en la River Plate Company como telefonista nocturno.

Su manejo de varios idiomas le permitió escuchar conversaciones insospechadas sobre acciones en la Bolsa. Y comprar aquellas que él escuchaba, habrían de subir pronto su valor. Así, en poco tiempo, empezó a hacerse de un buen capital.

Gran lector, cultísimo y encantador, su aspecto no era precisamente el de un actor de cine. Pronto se inició en el comercio del tabaco. Y se hizo ciudadano argentino.

Creó marcas de cigarrillos y su capacidad para entablar relaciones lo transformó en cónsul de Grecia. Mientras, sus negocios crecían y se hacía amigo de los Dodero y los Mihanovich, los famosos navieros.

El tiempo pasó y se fue a Europa y allí, tras ser el precursor de los barcos tanque petroleros, se convirtió en el hombre más rico del mundo. Tuvo romances con la soprano María Callas, llevaba a su magnífico yate con pileta e hidroavión o a su isla, Skorpios, tanto a Marilyn Monroe como a Winston Churchill.

Cuando Jackeline Kennedy enviudó, se casó con ella. No tuvieron un matrimonio demasiado feliz. Él nunca olvidó a Argentina. Su hija, Cristina, una suerte de princesa de mirada triste, durante 22 años, venía a pasar los veranos en este país, a la casa de su mejor amiga, Marina Dodero, en un country de Tortuguitas, en el Gran Buenos Aires, en donde a los 37 se la encontró muerta.

Comerciante astuto, trabajador incansable, quizás demasiado aficionado a la vida nocturna, sin embargo Aristóteles Onassis creía en la familia. Y en su importancia. Y es por eso que quedó, de algún modo, vinculado a Argentina, su viejo país. Y también a la Provincia de Córdoba. Cuando en los años ‘70 los niños o adolescentes les pedíamos a nuestros padres que nos compraran algo demasiado caro la respuesta solía ser: “¿Quién te crees que soy? ¿Onassis?”. Y cuando los años pasaron lo tuve a Onassis, el griego, tomando conmigo un café. Aristóteles Onassis había llegado a Argentina cuando este país era el granero del mundo, buscando fortuna y realmente la había hecho.

Y por eso, y porque para él a un familiar en desgracia no se lo abandonaba nunca, cuando su primo hermano de Grecia le pidió ayuda él no dudó. Tenía 250 empresas en todo el mundo. Y una de ellas era Frutos Argentinos SRL, una tabacalera con 300 empleados que quedaba en el interior, en una bellísima localidad serrana llamada Villa Dolores, a media cuadra de la verde Plaza Mitre, en Córdoba, allá en su viejo y otro país.

Lo envió, entonces, como gerente y allí, en esa región de olivares y naranjos llamada Traslasierra, trabajó por 12 años. Había traído a su hijo de 7, llamado Jaralampos Onassis, que con el tiempo estudiaría Licenciatura en Administración y llegaría a trabajar con el mismo Aristóteles en Nueva York.

Cuando Jaralampos volvió a Argentina, al morir el magnate, se encontró con la extraña situación de buscar trabajo siendo dueño de un apellido que era sinónimo de riquezas. Cuenta que le era difícil convencer a la gente de que era un Onassis pobre. Y que incluso muchas mujeres con las que tuvo alguna relación, rara vez creían en la normalidad de su realidad económica.

Hace 32 años montó una fábrica del alimento más cordobés de todos: la popular tutuca. Y con su propia marca, Kalimera, le fue muy bien.

Yo lo conocí en el bar Dakar, en la esquina de Santa Rosa y Rodríguez Peña, frente a la Maternidad. Allí tomé un café un par de veces con él y con su hija, nacida en Córdoba, que fue mi alumna y hoy es una médica brillante que vive en el interior.

Argentina, país alucinado y alucinante, creador de magnates legendarios. Córdoba de los cafés llenos de misterios. Y de personajes tan increíbles que yo, que nunca pensé con estar alguna vez con un Onassis, una tarde de primavera, frente a la Plaza Colón, en el bar Dakar, frene a la Maternidad, café cortado de por medio, me encontré charlando con dos...

(*) Autor de cinco novelas históricas bestsellers llamadas saga África.